Si se le pidiera a aquellos de ustedes que no me conocen en la vida real
que me asociaran con una manifestación artística, lógicamente todos lo harían con
la escritura. Pero a aquellos que me conocen - aún los que no me conozcan muy bien
- si se les hiciera la misma pregunta, una gran parte respondería otra cosa. Si
la misma pregunta se les hubiera hecho hace seis años, esa “otra cosa” hubiese
sido la única respuesta posible: ¿Raúl? ¡Pues actor!
Pues sí, a pesar de que no me gusta decir que lo soy - no por modestia,
sino por razones que explicaré más tarde - lo cierto es que creo que soy actor.
O al menos que lo fui. Mejor aún: que lo he sido toda la vida y no creo que
deje de serlo. Pero vayamos en orden cronológico para ver si yo mismo me
entiendo porque el tema de la actuación es uno de los que más me cuesta ver
nítidamente en mi vida.
Yo he sido carismático siempre. Me dio por ocultarlo mucho tiempo pero
carismático siempre he sido. Y a la hora de hacer chistes, imitar voces y poner
caras, no busque a nadie más. Siempre he sabido, intuitivamente, cómo hacer una
historia sin revelar nada que no se deba saber antes de tiempo a la misma vez
que voy poniendo datos sutilmente en la mente de los demás para llegar a ese
momento mágico que toda historia debe tener y en la que todo coge un sentido.
Mi capacidad de imitación es increíble, razón por la cual siempre he sido bueno
en las lenguas extranjeras, reproduciendo acentos de dónde sea y burlándome de
la gente que se lo merece. También, lo que eso nadie lo sabe porque es un
secreto bien guardado por mí, soy increíblemente sutil y poco expresivo cuando
hay que serlo. Pero eso me lo guardo para la vida real en donde muchas veces uno
tiene que fingir que es un ser humano común. Resumiendo: talento inicial
siempre ha habido.
En primer grado hice las pruebas para el círculo de interés de cerámica y
como desaprobé me fui al de teatro. Lo mismo pasó en segundo, tercero y cuarto,
y para cuando finalmente aprobé la prueba de cerámica en quinto grado después
de tantos intentos fallidos, a las tres semanas no quise ir más y regresé
ilegalmente al de teatro. Un día vi al profesor de cerámica - un negro grande e
impresionante de bata blanca con pinceles en los bolsillos - en la distancia y
me escondí detrás de un árbol. Cuando pensé que ya se había ido saqué la cabeza
para descubrir horrorizado que estaba parado mirando en mi dirección. Ahí
demostré mis nervios de acero y capacidad de improvisación, y en vez de
intentar esconderme de nuevo, sonreí, saqué una mano para saludarlo y grité:
“¿Cómo está, profe?” como si estar mirando desde detrás de un árbol fuese la
cosa más natural del mundo. Él cruzó las manos como diciendo: “Una explicación
ahora”. Yo saqué el resto del cuerpo y avancé hasta él con una sonrisa de oreja
a oreja como si saliera de la puerta de mi casa para saludar a mi profesor, al
que había visto por la ventana. Al llegar le dije, sin que él preguntara, que
no había ido los últimos viernes porque tenía tuberculosis (juro que quise
decir “neumonía”). Él me miró con sus
brazos cruzados y una cara de “¿De veras? No me hagas reír”. Yo tosí un poquito
pero siguió con la misma cara. Hasta que cambié la voz lisonjera, dejé de
sonreír y de toser, y confesé: “Yo creo que yo sirvo más para el teatro”.
Entonces el negro impresionante sonrió de buena fe, me puso una mano en el
hombro y me dijo: “Yo también lo creo”.
En la primaria y la secundaria actué en varios matutinos de esos que tenían
la función de burlarse de la novela brasileña del momento y siempre empezaba
siendo un personaje pequeño y después de dos ensayos terminaba siendo el
principal. Supongo que, como dice mi amiga Catia, a los demás les cuesta
demasiado brillar a mi lado. Como resultado, en la primaria me decían Nonó Correira
y en la secundaria Toño Dalúa.
Yo siempre supe que sería buen actor, pero como muchos homosexuales decidí
esconder todo tipo de talento para esconder también otras cosas. Qué crimen el
no asumirse a tiempo, el no mandarlo todo al carajo rápido, el no inmortalizar
nuestras pajarerías con acciones que escandalicen a los demás. Qué crimen el
intentar que los demás nos acepten cuando ni nosotros mismos nos aceptamos. Pero,
por suerte, hay quien cambia en cuanto empieza a conocer la libertad. Así que en cuanto vi a un hombre encuero en
una cama por primera vez en la vida real, empecé a quitarme los complejos uno
por uno. Pero tal importante evento no se produjo hasta que cumplí los 19 años,
lo cual en el mundo del teatro, con tanto adolescente que se llama actor, es
algo tarde.
Incluso mi primer novio, que no solo fue el primero al que vi encuero en
una cama sino que fue la única persona que me conoció realmente bien en los
primeros 20 años de mi vida (Sé que estás leyendo esto así que hínchate del
orgullo y por supuesto que te prohíbo dejar algún comentario público), me dijo
un día - yo siempre hablaba de que quería ser actor - que no creía que yo sería
un buen actor porque era demasiado inteligente. Yo siempre he discrepado con
esa teoría, pero la opinión de él siempre pesó en mi vida, así que una de mis
tareas fundamentales fue probar que se equivocaba. El día que me vio actuar por
primera vez, años después, gritó a todo el que pudiera oírlo (todavía lo hace) que
se había equivocado completamente y que los buenos actores - o al menos yo - sí
podían ser inteligentes.
Pues cuando tenía 20 años, ya sin novio y con la mitad de los complejos
lanzados a la basura, después de un año de la siempre liberadora universidad, me
dije que el momento había llegado. Así que me anoté en un curso de actuación en
la UNEAC. Y en aquel curso de verano de dos meses en el que no nos enseñaron
absolutamente nada, yo, sin embargo, aprendí algo importantísimo: yo soy un actor.
Uno real. Ahí me di cuenta del verdadero potencial que tenía en materia de
técnica (memoria, uso de la voz, control de las emociones) además de la amplia
capacidad de atraer a los demás, lo cual en un actor es importantísimo. Pueden
preguntarle a los otros 50 estudiantes del curso, que siempre que me ven me
preguntan si ya estoy en Broadway.
Una vez finalizado el curso de verano me dije que había que hacer algo con
tanto talento. Y fue ahí donde comenzaron mis primeros problemas con el teatro,
los cuales no terminarían, lamentablemente, jamás. El mundo del teatro,
señores, no dejen que nadie los engañe, es una jungla. Una jungla llena de
gente vacua, simple, bruta y poco talentosa. Y, por sobre todas las cosas,
mala. Muy mala. Y se los está diciendo uno que es de los mejores preparados
para sobrevivir en ella. Yo nunca dudé en fajarme con la gente, decirles las
verdades a los demás, burlarme de la brujería y darle besos en escena a gente a
la que no le hablaba fuera de ella. Y si nunca me acosté con nadie por un papel
fue porque yo siempre obtuve los papeles que quería sin necesidad de ello, si
no quizás me lo habría cuestionado. Y esta dinámica se repitió siempre en todos
los niveles por los que pasé. Teatro de casa de cultura, teatro universitario,
teatro profesional… Pero no nos adelantemos a la historia.
Pues en la casa de cultura de Plaza, donde habita el mal en su esencia más
mediocre, comenzaron mis primeros encontronazos y decepciones, al punto de
cuestionarme si yo en realidad quería tener aquel “hobby”. Debemos recordar que
yo era estudiante en la universidad de otra cosa distinta, así que el teatro
siempre fue para mí un pasatiempo y jamás me cuestioné en mi cabeza el
cambiarle esa categoría. No daré detalles de las miserias humanas de aquel
lugar porque la gente mala no debe ser tan recordada. Solo decir que después de
seis meses, y luego de dos grupos de teatro mediocres e igual número de
mandadera para la pinga a sus respectivos directores (nada de sutilidades: lo
hice en alta voz, alto y claro), y justo cuando ya salía por la puerta
dispuesto a jamás regresar a aquel antro, me encontré por error, casi escondido
en una esquina, el único lugar en el que me enseñarían algo de actuación en mi
vida.
El taller de los viernes de César Montero (si alguien lo ve algún día
dígale sin pena que yo siempre hablaré bien de él) fue lo mejor que me pudo
haber pasado. César, médico con un conocimiento de teatro impresionante,
maniático y obsesivo como todo buen artista, amigo en lo personal ya que
tenemos “defectos” en común, me invitó a su taller de teatro al oír de mi
despedida por todo lo grande de los otros grupos. La gente de allí era ideal
para mí. Todos tendrían mi edad y algunos hasta mucho más, habían dado dos y
tres vueltas por el mundo, tenían hijos y muchísimo sexo con muchísimas
personas y no caían en tonterías de estereotipos a la hora de buscar un
sentimiento. Gente adulta. No los niños estúpidos, hijos de otros actores
estúpidos, de los otros grupos. Justo lo que yo necesitaba. Allí nadie era hijo
de nadie y todo el mundo estaba dispuesto a revolcarse por el piso en busca de
una emoción.
Así, cada viernes a las 10 de la noche, salíamos de aquel lugar con la
sensación de haber corrido una maratón. Reíamos, llorábamos, nos dábamos
golpes, bailábamos, gritábamos nuestros más secretos complejos a viva voz para
reírnos - o llorar - luego con ellos. Preparación de la buena. No duró más de
cuatro meses - ya que yo había perdido otros seis con los otros subnormales -
pero no hubo falta. Crecí muchísimo en términos de sensibilidad dramática gracias
a aquel taller de actuación de César Montero.
Y, finalmente, llegó la hora de ponerlo en práctica. Por mucho que uno se
prepare fuera de él, uno se hace actor solamente encima de un escenario. Y esta
oportunidad me la dio la universidad. Pues la Facultad debía presentar algo en
el Festival de Cultura y Emilio y algunos otros (yo no conocía a Emilio antes
de eso) fundamos el grupo de la FLEX, “The Rejected” (porque no nos aceptaban
en ninguna parte y siempre nos ponían de últimos) e intentamos representar una
obra de género detectivesco noir/humor, magistralmente escrita por el propio Emilio,
donde yo interpretaba a “El malo”. Pero lamentablemente las capacidades
histriónicas de los otros “rejected” no eran muy buenas y además ni siquiera
ensayábamos. Así que dos días antes de presentar la obra en la clasificación
para el Festival, decidí crear un monólogo para garantizar que la FLEX tuviera
algo más que la representara y, por supuesto, para destacarme algo más.
Así fue como creé en 48 horas una pequeña joyita de 8 minutos que yo mismo
escribí y a la que siempre recordaré con orgullo y cariño, llamada “Historia de
Madera”, en la que un muñeco del mismo material, cual Pinocho, intentaba buscar
un corazón. Contrario a lo que puedan pensar, aquello no era para niños (ya me
conocen) y lo que parecía algo muy tierno en teoría, terminaba siendo una
desgarradora (y tierna) historia de incomprensión e intolerancia. Yo hacía
todos los personajes y no hubo una sola persona a la que no le gustara. No
fueron muchos espectadores, es cierto, pero a todos les gustó y eso es lo que
cuenta. Cada vez que alguien me dice que estaba ahí ese día me trae muy buenos
recuerdos, no solo porque fue mi debut, sino porque fue algo íntimo y bien
logrado. La obra de “The Rejected”, como era de esperar, no clasificó, pero eso
no quiere decir que no nos hayamos divertido como orates haciéndola (recordar cuando
mi personaje tuvo que morir en escena y no tuve más opción, por lo pequeño del
lugar, que caer muerto encima de Ray, cuyo personaje había matado yo mismo un
segundo antes. Ray, que es el triple mío, se reía porque todo el mundo no
paraba de reír al verme tirado sobre él y yo subía y bajaba encima de Ray
desafiando toda ley de la gravedad. Hilarante). “Historia de madera”, por
supuesto, sí clasificó.
Y en el Festival de la Universidad, que vino después, gané dos premios para
la FLEX (en una época en la que nadie lo hacía) en unipersonal y guion. Pero,
cosa rara, no gané ninguno de los premios de actuación. Así y todo estaba bien
para una obra creada en dos días y que casi nadie vio, y para haber sido mi
debut en las tablas. Pero - yo soy extremadamente ambicioso - ese mismo día,
con los premios en la mano, decidí que al año siguiente todo el mundo del arte
de la universidad conocería a Raúl Reyes Mancebo.
Y vaya si lo logré. Decidí que lo primero que había que hacer era cambiar
de estrategia y unirme a un grupo (ya que con “The Rejected” obviamente no se
podía contar). Fue así como me uní al grupo de teatro de la Facultad de
Economía, el cual no había tenido un muy buen año la temporada anterior.
¿Ustedes han visto esas películas en la que los perdedores se unen y terminan
ganando el campeonato? Pues esa es la historia de Ekos Teatro y “La importancia
de llamarse Ernesto” en 2005. En algún lugar de este mundo, todos los que
tuvimos que ver con aquel proyecto seremos siempre recordados por haber hecho
una obra de teatro compleja de una manera visionaria, entretenida e
inteligente.
Y mi personaje - todo el que lo vio
lo dirá, así que no hay ninguna necesidad de ser falsamente modesto a estas
alturas - fue la guinda de un pastel que ya de por sí era bastante bueno. Yo
interpreté, nada más y nada menos, que a Lady Bracknell. Que me disculpe todo
el que ha hecho ese personaje (y eso incluye a Judi Dench) pero Oscar Wilde
escribió ese personaje para mí. Así y todo todavía me pregunto cómo acepté
hacerlo. Jamás he sido de la clase de gay que quiere lucir como mujer. Para
nada. Y tengo problemas de imagen, como todo el mundo. Y orgulloso desde
chiquitico: si voy a parecer una caricatura pues no hago nada. Y mucho menos a
alguien tan sofisticado, cínico y brillante como Lady Bracknell. Pero lo hice.
Y lo hice de la misma forma que años después comencé mi blog, de la misma forma
que hago ahora otros proyectos, de la misma forma, quizás, en que vivo mi vida:
a mi manera. Sin preguntarle nada a nadie, sin respetar ninguna ley que otro inventó
antes de mí y sin tomar el consejo de nadie. No tanto por soberbia, sino por
esa necesidad que tiene un artista de explorar lo que tiene por dentro y que no
se parece a lo de los demás. Y resultó. Miren que yo estoy orgulloso de cosas
en mi vida, pero Lady Bracknell está, y siempre estará, entre las primeras. Y
desde su altura, Wilde me hace un guiño con el ojo.
Así fue como el día en que se estrenó “La importancia de llamarse Ernesto” en
la sala Talia es el día que me llevó a la tumba cuando muera. Si bien dos
minutos antes de que comenzara la obra nadie sabía si todo aquel texto,
aquellas variaciones, aquellas actuaciones, podrían gustar (el éxito y el
fracaso son separados por una línea muy delgada), lo cierto es que dos horas
después cuando decíamos el “la importancia de llamarse Ernesto” final, todos
sabíamos que aquello era toda una victoria. Y mi aplauso me lo llevo conmigo a
donde quiera que vaya. Nunca me he emocionado tanto (nadie se dio cuenta: actor
desde el inicio hasta el fin) pero me entró un escalofrío por los pies y me
recorrió todo el cuerpo hasta la cabeza mientras miraba la luz que me daba en
la cara y oía los aplausos y los “Bravos” como si estuvieran muy lejos. Siete
años después todavía guardo esa emoción como si fuese ayer.
Y ese fue solo el inicio. Por supuesto que ganamos todos los premios en el
Festival de la Universidad (y en el que venía más arriba que unía a todas las
universidades de la Habana). Desde popularidad hasta vestuario. Y, por
supuesto, el premio de actuación masculina que me debían y que nadie le iba a
quitar a Lady Bracknell. Pero no solo eso: cada vez que hacíamos la obra había
más gente e incluso hicimos una pequeña temporada en el Guiñol con bastante
público. Mi personaje siguió haciendo de las suyas, me pasé el año ganando
premios (de papel, pero premios) que ni siquiera sabía de dónde venían, y gente
desconocida se acercaba a mí en la calle y me repetían mis parlamentos como si
yo no me los supiera. Por supuesto, esa fama era a nivel universitario y quizás
un poco más, no a nivel mundial, pero el alma de estrella que llevo dentro no
podía estar más satisfecha.
Pero, como ya advertí antes, el mundo del teatro me ha jugado siempre malas
pasadas. Así fue como, cuando ensayábamos para irnos a hacer la obra por algunas
provincias (algo muy raro para el teatro universitario) ocurrió la desgracia.
Yo siempre he sido una estrella. Y la misión fundamental de una estrella de
teatro es fajarse con el director de la compañía todo el tiempo, papel que yo,
magistralmente, cumplía al dedillo. Llegaba tarde a los ensayos todo el tiempo,
el director y yo nos gritábamos de una esquina a otra del teatro frente a gente
que no nos conocía y frente al resto de los actores que no tenían dónde meterse
cuando aquello comenzaba y decía que no a cuanto cambio intentaban hacerle a mi
personaje. Reciprocaba asistiendo a todos los ensayos (aunque llegara tarde),
doblando impecablemente al resto de los actores cuando ellos faltaban y, una
vez las luces encendidas y la obra en marcha, siendo perfecto para que todo el
mundo felicitara al director. Es así cómo funciona una relación de reciprocidad
en el teatro. Por eso fue tan extraño, y sin embargo tan lamentablemente real,
que tuviera que irme de Ekos Teatro en medio de mi fama, por una pelea que no
era mía.
En efecto, un día, sin previo aviso, mi novio, que era uno de los
protagonistas de la obra, y el director, empezaron a darse gritos por una
tontería. La gente simple no tiene derecho a fajarse pero obviamente estaba
sucediendo. Y como se amenazaron con entrarse a golpes y todo, yo, que no dejo
ni dejaré nunca que nadie le grite a los míos, me vi en la necesidad de
intervenir. Y ahí la pelea sí que se puso horrible (recuerden que soy una
estrella) y terminó conmigo cogiendo a mi novio por una mano y saliendo de allí
para siempre.
Y así fue como me jodieron a mí. Mi novio hacía mucho que quería irse de la
obra porque el éxito de todo el mundo menos de él lo aplastaba demasiado (el
mío en particular lo laceraba profundamente) e incluso estaba en otro grupo ya
(el de César Montero, curiosamente). Por el otro lado, si bien sé que al
director y al resto del grupo les afectó mi ausencia (la de mi novio se podía
llenar) lo cierto es que se buscaron a alguien más y siguieron haciendo la obra
sin mí. Y yo me quedé en la calle. La estrella. Mientras alguien hacía mi Lady
Bracknell. La que yo llené de gags y efectos. La que Oscar Wilde escribió pensando
en mí. Escribiendo esto me doy cuenta de las mierdas que yo he tenido que afrontar
en mi existencia.
Unos meses después mi novio me dejó por otro hombre. Sí, señores: así
funciona la vida. Como si uno pudiera quedarse más vacío. Para colmo comencé con
unos parásitos (cuando uno tiene las defensas bajas todo lo coge) que me tenían
tirado en el piso todo el tiempo contorsionándome del dolor. Pero en medio de
todo aquello me demostré a mí mismo, como diría mi amigo Adolfito, la verdadera
importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo. Primero, volví a Ekos Teatro. Le
dije al director entrando por la puerta: “Ni te voy a pedir disculpas ni las
quiero de ti. Yo te hago falta y ustedes a mí. Te garantizo que no habrá peleas
esta vez y que seré tan bueno en escena como siempre”. Ese año gané de nuevo el
premio de actuación por interpretar al súper carismático Marcio, rey de los
sabinos.
Pero más que nada me lo demostré por un monólogo que yo mismo escribí y
que, junto a “Historia de Madera”, son el inicio de mi literatura personal. Una
literatura que quizás parta del dolor pero que llega a otros lugares y hace que
uno (o al menos yo) olvide su origen y se deje llevar por el producto final. La
magia del arte, creo que lo llaman. Fue así como adapté un cuento de Gabriel García
Márquez llamado “El ahogado más hermoso del mundo”. Un cuento maravilloso de
dos hojas en el que nadie hablaba y que yo convertí en un monólogo con seis
personajes que hablaban durante una hora
y media. Todo estaba ahí: mi éxito venido abajo, mis decepciones de los demás, mi
compleja personalidad. Todo puesto en la boca de seis personas aparentemente
muy diferentes a mí. Puesta en la boca de personajes reales y maravillosos que
yo mismo inventé como homenaje a uno de mis autores favoritos y a mí mismo.
Definitivamente el origen de mi literatura.
El día que lo interpreté por primera vez (solo lo hice dos veces) pensé que
todo iba a salir mal. Jamás lo había ensayado a causa de los dolores, no me
sabía bien el texto (¡una hora y media hablando yo solo!) y ni siquiera se lo
había dicho a mucha gente. Pero fue un éxito. Lo suplí todo con verdadera
personalidad, carisma y profesionalidad. Y más que nada: pasión. Yo soy otra
persona cuando actúo. Una que no se acordó de sus problemas ni dolores, y se dedicó
a brincar, saltar, y hacer reír y llorar a todo el que estaba ahí, los cuales
no dudaron en pararse y gritar “Bravo” como casi siempre que me paré en un
escenario. Pero esta vez, por razones de profundo compromiso conmigo mismo, me
gustó más. Fue como si hasta hacía un año hubiese sido un niño talentoso y
ahora era un verdadero adulto. Uno que había transformado lo malo en aplausos.
Y con el buen sabor que me dejó “El ahogado más hermoso del mundo” me
despedí del teatro universitario. Tan solo en mi tercera temporada. Llegó un
momento en que estaba fajado con todo el mundo (con nadie en Ekos Teatro, los
cuales siempre fueron fabulosos, pero con el resto del mundillo universitario
sí) y la cosa se iba haciendo insostenible. Así fue como me retiré, aunque
comencé a ser el presentador de los festivales de la FLEX, donde hice y deshice
como me dio la gana y así me hice famoso en mi propia facultad que, al sufrir
de fatalismo geográfico y estar muy lejos de la universidad, nunca me había
conocido en mis días de esplendor actoral. Sin embargo, la causa fundamental de
mi abandono del teatro universitario fue mi entrada en ese mismo 2006, al teatro
profesional. Y nada más y nada menos que al Buendía.
Intentaré ser lo más breve que pueda hablando sobre mi paso por el teatro
profesional ya que la recuerdo como una de las peores etapas de mi vida. Cuando
llegué (el mismo director de siempre era uno de los asistentes del Buendía y
tuvo la oportunidad de dirigir una obra a ese nivel y me incluyó a mí ya que yo
siempre lo había hecho quedar bien) supe que aquel era el momento. Yo, quien me
había demorado 20 años en comenzar en la actuación por complejos y vagancia,
tan solo tres años después entraba por la puerta grande - gracias solamente a
mi talento - en uno de los mejores grupos de Cuba, dándome incluso el lujo de
ser estudiante de otra cosa y sin esforzarme mucho. De ahí a hacer una película
(televisión jamás a no ser que sea una serie de HBO) y ganar un Oscar era solo cuestión
de tiempo. El verdadero triunfo del talento por encima de todo.
Pero, lamentablemente, no fue así. Y ni siquiera sé muy bien qué fue lo que
pasó. Primero fue la calidad de la obra, la cual nunca me gustó. Ser el
protagonista de una obra de dos horas que no te gusta puede ser muy peligroso.
Pero siempre confié en que, una vez estrenada, con la magia del público, todo
se solucionaría. Como cuando “El ahogado más hermoso del mundo”. Pero allí no
mandaba yo, sino otra gente, y como le ponían la etiqueta de “profesional” a
todo aquello (no lo era en el sentido estricto, créanme) ninguno de mis éxitos
o experiencia pasada contaba. Total, si lo hubiera hecho a mi manera, habría
salido muchísimo mejor. Pero…
Lo peor de todo eran los ensayos. Ensayábamos seis días a la semana, cinco
de ellos desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche (porque yo
tenía que ir a la universidad de día), lo cual nos laceraba profundamente a
todos. Los problemas cada día eran mayores (mi relación con el director siempre
fue mala y a pesar de que discutíamos menos puedo garantizar que nos odiábamos
más) y el tiempo pasaba y pasaba sin estrenar. Empezamos en agosto con probable
fecha de estreno en octubre, pero luego hubo que cambiarla para febrero del año
siguiente (¡!) y al final se estrenó en abril. Casi un año ensayando a ese
ritmo nos dejó trastornados a todos. Para colmo, casi suspendo japonés en la
universidad (¿yo suspendiendo algo?) y estaba extremadamente molesto porque no
tenía ni tiempo para tener sexo (¿yo sin tener sexo?). Y ni pensar en una
relación seria porque no tenía ni tiempo para conocer a nadie cuando todo era
casa-universidad-teatro-casa.
O sea, me sentía mal todo el tiempo. Y solo había un culpable: el teatro.
Cuando se estrenó la obra fue aún peor. A nadie le gustó. Si bien no lo dijeron
(Ray sí porque es mi hermano) yo lo sentí. De todas formas, al igual que con el
éxito, yo nunca he necesitado que nadie me diga que lo que estoy haciendo es
una mierda para saberlo. No era por mí y todos lo sabíamos pero al final era lo
mismo. Para colmo, tres funciones después del estreno, se cayó el techo del
Buendía y tuvimos que empezar a hacer la obra en el patio, con cada día menos y
menos público. Pensar en hacer una obra de máscaras durante dos horas tres
veces por semana al aire libre y para tan solo 8 personas es lacerante. Sobre
todo para una estrella como yo que necesita que le griten “Bravo” y se queden
con la boca abierta cuando lo vean actuar.
Y así fue como un día, casi por casualidad, me encontré a un hombre que me
gustó mucho. Es increíble cómo los tres hombres más importantes de mi vida han
aparecido por primera vez juntos en un post (o al menos los tres con los que
más tiempo he perdido, lo cual no siempre es lo mismo). Y esa sí fue la muerte
del teatro para mí. Me escapaba para no ir a ensayar y quedarme teniendo sexo,
él me esperaba a la salida de los ensayos y durante la obra iba y nos ayudaba detrás
del escenario (el resto de las actrices lo adoraban) donde teníamos sexo en los
breves momentos en que yo no estaba en escena (hacía lo mismo con el otro en
“La importancia de llamarse Ernesto”, evidentemente actuar me pone caliente).
Resumiendo: mi vida dejaba detrás los días oscuros.
Y así fue como abandoné el teatro. Al finalizar la temporada con la obra me
dije que me daría un año de receso (hasta graduarme), luego me buscaría un
trabajo que no me robara mucho tiempo y volvería a las tablas. Después de todo
solo tenía 24 años; tenía tiempo todavía para demostrarle al mundo la verdadera
importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo.
Pero no lo hice. Nunca regresé. Sí, amigos: he necesitado de ocho páginas
para contarles uno de los mayores traumas de mi vida.
Mi última función la hice bien. De hecho, fui perfecto. La hice como
siempre hubiera querido hacer la obra desde el inicio. Quizás algo me decía que
sería la última vez en mucho tiempo que actuaría. Para colmo, había hasta
bastante público. Recuerdo que yo no podía decir ni una sola palabra en la vida
real porque estaba ronco pero en la obra nadie se dio cuenta. Cuando uno actúa
uno no es uno mismo y se sobrepone a lo que sea. No hubo “Bravos” ni bocas
abiertas, pero estuvo bien. No fue el día de mi debut en el teatro con
“Historia de Madera”, no fue para nada como mis días de gloria con Lady
Bracknell, no fue como el día en que mis dolores se convirtieron en “Bravos”
con “El ahogado más hermoso del mundo”, pero estuvo bien.
Y así, calmada y tranquilamente, para irme a tener sexo y estudiar japonés,
dejé la actuación. Siempre pensé que me iría dando gritos y fajado con todo el
mundo pero no: fue tranquilo, lo cual, de cierta manera y visto en la
distancia, lo hace muchísimo más doloroso.
Las causas por las cuales nunca regresé las desconozco. O quizás sí me las
sé pero no sean de suficiente peso. Por una parte, yo me siento estrella al
mismo tiempo que soy un perfecto desconocido. Peligrosa combinación. No puedo
ir y decir que me den el mejor protagónico del mundo pero al mismo tiempo no
tengo ganas ni voluntad de regresar a las capas inferiores y empezar de nuevo
desde cero. Por otra parte, el teatro está muerto en Cuba y cualquiera que diga
lo contrario es porque adolece de buenos referentes teatrales. No hay pasión,
no hay calidad, no hay guiones, no hay nada. ¿Buenas actuaciones?: sí, a veces,
pero cada vez son más raras de encontrar y no van aparejadas a buenas obras.
¿De veras vale la pena luchar por triunfar en un mundo que no tiene un
presente? ¿En el que lo único que hay es envidia y problemas y no éxitos ni realizaciones
espirituales? Cosas como esas decepcionan.
Hay más causas. Quizás yo sea vago. Quizás los hombres me hagan perder
mucho tiempo (horrible causa). O quizás, incluso, mucho de mis complejos no se
me hayan quitado, después de todo, y me digo que no quiera regresar por temor a
afrontarlos. O quizás - esta es la más probable - sepa que mi camino en la vida
va por otro lado y tuve que dejar de perder energía en el teatro por mucho que
me gustara para poder llegar lejos en otras cosas. ¿Qué otras cosas? Pues no
las sé definir a ciencia cierta, pero si sé que existen. Quizás la literatura.
Hace dos años mi amigo Reinaldo me pidió que le interpretara un monólogo
corto para su curso de dirección teatral. Un monólogo de un campesino que carga
a su hijo herido todo el tiempo mientras huyen de unos perros y que al final de
su diatriba descubre, ya increíblemente fatigado, que su hijo, sobre él, lleva
rato muerto. Lo ensayé dos días y lo actué para seis personas. Y fui
inconcebiblemente genial. Mientras lo actuaba yo mismo me decía: “No seas tan
bueno, no seas tan bueno, después te vas a sentir mal contigo mismo”. Pero no
pude evitarlo. Imagínense que ahora deje de escribir de un día para otro y
dentro de tres años me digan: “Escribe dos hojas. Solo dos hojas”. ¿Qué
escribiría yo en esas dos hojas? Pues así mismo fueron mis 15 minutos cargando
a mi amigo Reinaldo, llorando, escupiendo y simulando que me caía por el peso
de mi hijo cuando en realidad, como todo actor que no es él mismo sino otro,
casi ni sentía el peso de mi amigo. Aquellas seis personas se quedaron con la
boca abierta. La magia del teatro se había realizado. Al llegar a mi casa, como
era de esperar, tuve un ataque de depresión enorme y me dije a mí mismo que
hubiese sido preferible mil veces no ser talentoso para algo que de todas formas
no se podía desarrollar después.
Nunca digo que soy actor (digo: “yo hice teatro” cuando no me queda otra
oportunidad) porque me da urticaria que me confundan con una de esas horribles
personitas que no hace nada en la vida y está en algún grupo de mala muerte
para ocupar sus días libres. O con esos otros que, como no son buenos en lo que
hacen, se dedican al arte como hobby, donde tampoco son buenos. Sé de lo que
hablo. Hay que decir que presento una aversión sincera y honesta por el mundo
del arte y sus hienas. Los desprecio. Conocí también a mucha gente buena (como
actores o como personas e incluso, en raros casos, como ambos) y por supuesto
que no me refiero a ellos. Ellos mismos podrán decir que son minoría en ese
mundo.
De mi paso por el mundo del teatro no conservo ni fotos. Quizás una por
algún lado, pero no más. Guardo los premios de papel y algún recorte del periódico
Granma que dice mi nombre al lado de “mejor actuación masculina por La
importancia de llamarse Ernesto”, pero no mucho más que eso. A veces me
encuentro a alguien todavía que me pregunta si estoy haciendo teatro y le digo
que no, que quizás en el futuro. Creo que si digo que nunca más lo haré, me dolería
demasiado. Entonces ellos, como reloj, me dicen el nombre de la obra en la que
me vieron y comienzan a describirme mi propio personaje como si yo nunca lo
hubiera visto y hay hasta quien me recuerda los parlamentos. Y yo me emociono y
digo el parlamento con la voz con la que lo hacía y ellos gritan entusiasmados.
Y luego agregan en su euforia: “¡Tú eras lo más grande!” y yo digo contento: “¡Lo
era!”. Y después nos quedamos sonriendo sin decir nada, hasta que damos un
suspiro los dos y me quedo melancólico.
Y es que yo soy un buen actor. Uno, incluso, que podría llegar a ser
brillante (hice algún que otro papelazo, sobre todo en las primeras etapas, así
que me limito a mí mismo y me considero como “que podría llegar a ser brillante”).
No son solo el carisma, la personalidad, la memoria letal, la capacidad de
improvisación, la buena dicción, el ego alto o la necesidad de atención y de
reconocimiento inherentes a todo aspirante a actor. Es mucho más que eso: es mi
relación intrínseca con mis personajes lo que me hace un buen actor. Los
conozco desde que comienzo a interpretarlos, los defiendo con fuerza y con
pasión y nunca una palabra que salga de sus bocas será falsa. Será siempre su
verdad. Si a eso se le suma que yo soy una persona compleja, intensa,
entretenida e inteligente, podrán imaginarse los personajes resultantes. Por
suerte, algunas de esas virtudes me las llevo también a la escritura.
Quizás algún día regrese a la actuación. Podría fugarme a Broadway o a
Hollywood (¿qué tengo yo que perder?) y trabajar como camarero mientras espere
audiciones. De que tendría más historias en mi blog, eso es seguro. Quizás todo
esto no sea más que una pausa para verlo todo más claro. No sé, ya veremos.
Recuerden que decir que nunca más haré teatro podría dolerme profundamente. Así
que no lo digamos: juguemos con la posibilidad de un futuro (y uno brillante). Después
de todo, siempre tendré el permiso de mi profesor de cerámica para regresar al
teatro.
Porque actuar es para mí un juego entretenido. Un gasto de testosterona
bien empleada. Y dejo para el final la sensación que me produce el hacerlo porque
es mi momento favorito del teatro. El momento que lo justifica todo, al margen
de los problemas, de las decisiones, de las calificaciones. Esa sensación -
única e increíblemente vivificante - que uno experimenta cuando se apagan las
luces y se oye al público del otro lado, relajado, sin preocupaciones, como se
va callando poco a poco, mientras otra actriz te dice bajito en la oscuridad de
las patas del teatro: “¡Qué nervios!”. Y tú avanzas, con un latir en el corazón
que es pura adrenalina, con una pasión y un miedo para el que ningún ensayo te
prepara, con una mano que siempre tiembla, y respiras hondo y cierras los ojos.
Entonces se prende la luz y uno ya no es uno mismo, la mano no tiembla, no ves
nada, olvidas tu corazón, y una voz que no es la tuya sale de tu garganta y dice,
cínica, serena, magnífica: “Algernon, querido, soy yo: tu tía.” Y entonces se
hace la magia del teatro.
PD: Este post originalmente se llamaría “Ser o no ser (actor)” y no se lo
dedicaría a nadie, pero ahora, al releerlo para publicarlo y hacer un recorrido
como lector por mi propia vida actoral, me doy cuenta que se lo quiero dedicar
a alguien: a mí mismo. Hice lo que tenía que hacer en todo momento y no me
arrepiento de nada. Me siento orgulloso de la forma en que pasé por el teatro, de
las decisiones que tomé y de lo valiente que siempre fui. Y más que nada me
siento orgulloso de mí mismo porque soy un buen actor y siempre lo seré. Quizás
algún día regrese a las tablas y, si lo hago, pueden estar seguros de que esta
vez sí le enseñaré al mundo entero - como diría mi amigo Adolfito - la verdadera
importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo.