miércoles, 12 de diciembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (III)



Tercera parte: El otro

Aquello tenía que ser una broma. Una muy sádica. ¿Qué hacía en aquel auto mientras Jean-Luc y su novio rubio estaban en el asiento de atrás casi abrazados? Era como si la ley de atracción funcionara solo para molestar. El novio rubio del que tanto había oído hablar, al que tanto detestaba aún sin conocer, estaba a menos de un metro de él. Y acurrucado a Jean-Luc. El Jean-Luc con el que tanto sexo tenía y del que tanto dependía. Culpables. Necesitaba culpables. Edgar. Eso: Edgar era el culpable. Edgar y él mismo, por supuesto. Cuando Edgar le dijo que lo invitaba a un chalet en el campo por un día, tenía que haber preguntado quién más iría. Había olvidado que Edgar y Jean-Luc se conocían. Tampoco le había dicho a este el último día que se vieron a escondidas que se iba a un chalet el domingo. Y Jean-Luc, por supuesto, no le había dicho que se iría a un chalet con su novio rubio y con Edgar. Así que, por falta de comunicación, ahora estaban todos en el mismo auto: Edgar al volante, un hombre que no conocía detrás, a su lado Jean-Luc y el novio rubio bien pegados, y Leonel en el asiento del copiloto, pensando que todo aquello tenía que ser una siniestra broma del destino.

“Jean-Luc y Leonel, ¿de dónde se conocen ustedes?”, preguntó Edgar, para lograr tensionar aún más el ambiente. “De tu cumpleaños” respondieron ambos al mismo tiempo. “¡Claro!” dijo Edgar. Ahí se habían conocido, en efecto. Un día en que Jean-Luc había dejado al novio rubio en casa y solo había llevado su encantadora sonrisa. Dos minutos después y ya se miraban. Dos horas después y ya habían tenido sexo. Dos meses después y ya Leonel gritaba que odiaba al novio rubio. “¿También conoces a Louis?”, dijo Edgar. “No”, dijo Leonel, mientras se viraba y le sonreía al novio de su amante. Este le dirigió una sonrisa rara. Leonel pensó que era un buen momento para tener un accidente en la carretera. “Y el otro es Alex”, dijo, señalando al hombre desconocido al lado de la feliz pareja. La misma sonrisa de nuevo. “Y después conocerás a mi nuevo novio”. “El de esta semana”, dijo Alex sonriendo. “En realidad nos conocimos el jueves y no creo que pase de hoy así que es el de la mitad de semana”, dijo Edgar y todos rieron.

Leonel no sabía cómo sentirse. Hacía mucho se había dado cuenta de que Jean-Luc era lo mejor que había pasado por su vida. Pero por supuesto que las cosas nunca podían ser fáciles para él. Jean-Luc tenía su novio. Uno lindo, al que todos conocían y del que estaba supuestamente muy enamorado. Aunque Leonel gritaba y amenazaba sabía internamente que Jean-Luc nunca dejaría a su novio. Esa costumbre de los gays de coger lo peor de los heterosexuales. Al mismo tiempo, al estar sentado en aquel auto se sentía, de una manera enferma pero quizás comprensible, parte de la acción. Tanto tiempo oculto de un novio que no tenía ni idea de su existencia lo hacía sentirse rebajado, apartado. Pero ahí estaba ahora. A un metro de los dos y con todo un día por delante para exhibirse. No sabía muy bien cómo sentirse, pero algo le decía que aquel día inesperado sería, resultara como resultara, definitorio para su relación con Jean-Luc.

El chalet era pequeño pero hermoso. La mezcla de madera y cristal era fabulosa. “Hola”, dijo el hombre que no conocía, el tal Alex, al bajarse del auto. Leonel no había tenido mucho tiempo de mirarlo, ya que aunque le dolía el cuello de pensar durante todo el viaje en lo que pasaba detrás, solo se había volteado cuando las introducciones. “Hola”, respondió Leonel. Sabía que todo estaba preparado para juntarlo con este Alex. Jean-Luc y el novio rubio, Edgar y el novio de la mitad de semana…Leonel y el hombre nuevo. Pensó que no estaba mal darle algo de celos a Jean-Luc, después de todo. Este se había bajado del auto y enseguida se había perdido con el novio dentro del chalet. Fingía mucho mejor que él. Por supuesto, estaba acostumbrado.

Dentro del minúsculo chalet todos hablaban y planificaban cosas que nadie materializaba. Hacer un fuego, caminar por el lago…nada: con la excusa de esperar al novio de la mitad de semana todos estaban sentados en la cocina-salón mirándose las caras. Jean-Luc y Louis (Leonel había decidido llamarlo en su cabeza por su nombre por miedo a que se le fuera a ir “el novio rubio” en algún momento) estaban sentados uno encima del otro en una butaca. Leonel no entendía la necesidad de que se estuvieran tocando todo el tiempo. Como si no vivieran juntos. Quizás habían tenido una pelea antes y estaban reconciliándose. O quizás el novio rubio - Louis - quería marcar el territorio. Fuera como fuera, era muy desagradable.

Se veían muy bien juntos. Eso no se podía negar. Sabía que si a alguien al azar se le pidiera que escogiera el novio ideal para Jean-Luc, seleccionaría al novio rubio Louis y no al simpático de Leonel. Este pensamiento no ayudaba. Intentó recordar que a pesar de todo Jean-Luc no podía vivir sin verlo al menos dos veces por semana y llamarlo casi todos los días. Las victorias pírricas de los amantes. Louis lo miraba extraño. Eso incomodaba a Leonel ya  que lo hacía pensar que quizás sospechara algo. Pero, de alguna forma, no estaba muy seguro si esto le gustaba o no. Con todo esto en la cabeza y mirando con el rabillo del ojo a los enamorados de la butaca, intentaba en vano concentrarse en una conversación con Edgar y Alex.

En un momento Jean-Luc se paró y entró al baño, el cual estaba justo al lado de ellos. Louis se quedó solo en la butaca, pero dos segundos después se levantó y fue detrás de él. A Leonel le costaba seguir hablando. Lo intentaba pero aquello era demasiado. Toda su atención estaba en la puerta del baño. ¿Ese cretino rubio no podía controlarse las hormonas? ¿Y el otro no podía aunque sea recordar que él estaba allá fuera? Que los demás no lo supieran no quería decir que él no lo supiera. Pasaban los minutos y nadie salía. Creyó que se volvía loco, ahora sí que le molestaba estar en aquel lugar. Inventó una llamada telefónica y salió del chalet. Se sentó en las pequeñas escaleras y se puso a pensar en cómo quizás aquel era el momento en que más solo se había sentido en su vida. Ni siquiera cuando estaba solo en verdad y no tenía a nadie se había sentido tan solo como ahora.

Luego que llegara el novio de la mitad de semana - uno de los hombres más lindos que Leonel había visto en mucho tiempo - se fueron finalmente, menos Edgar y el recién llegado, a dar un paseo por los alrededores. Todo prometía ser aún más incómodo, ya que Leonel tendría que ponerse a conversar o con su supuesta cita, Alex, o con los otros dos, pero, para su sorpresa, todo mejoró. La conversación giraba acerca de los paisajes y Leonel casi pudo olvidar por un instante todo lo que estaba sucediendo. Hablaban como si fuesen desconocidos que se esfuerzan por hablar de un tema neutro para aprender a conocerse. Como debería ser si Jean-Luc y Leonel no fuesen amantes. En un momento, Alex y Louis intentaban ver quién se subía más rápido a un árbol, así que Leonel y Jean-Luc se quedaron uno al lado del otro, mirándolos. Podían haberse dicho algo perfectamente sin ser escuchados, pero ninguno de los dos dijo nada. Ni siquiera se miraron.

En otro momento, fue Jean-Luc quien le tiraba unas fotos a Alex en una roca, así que Leonel y Louis se quedaron uno al lado del otro. Se sonrieron tímidamente. “Bonito día”, dijo Leonel. “Sí”, dijo Louis. Leonel lo miró fijo. Para su sorpresa, descubrió que no tenía ningún sentimiento negativo en contra de Louis. Siempre hablaba mal de él, pero en realidad no tenía motivos y ahora que lo tenía a su lado, comprobaba que no le desagradaba. Louis también lo miró fijo. Con una mirada extraña, como si lo observara detenidamente. Al descubrir que se miraban a los ojos, Leonel cambió la vista.

Al final quedaron los cuatro sentados en círculo al lado del lago. “Buen momento para sacar esto” dijo Alex, sacando un cigarro de marihuana del abrigo. Jean-Luc y Leonel sonrieron y Louis aplaudió. Algo de marihuana no le vendría mal, pensó Leonel, aunque desde que habían salido del chalet se sentía mejor. Se pasaban la marihuana como adolescentes. Alex, Jean-Luc, Louis, Leonel. Cuando llegó a Louis por cuarta vez ya no quedaba casi nada del cigarro, así que este fumó todo y lo botó. “Pues se acabó”, dijo Alex mirando a Leonel, quien estaba acostado bocarriba. “Oh, no importa, creo que con lo que fumé fue suficien…”

Nada podría haberlo preparado para aquello. Lo próximo que vio y que no lo dejó terminar su frase fue la rubia cara de Louis justo encima de él. Sin mucho preámbulo, este pegó su boca a la de Leonel y le pasó poco a poco todo el humo que tenía dentro. Lento, como si no hubiese prisa alguna. Leonel podía sentir su olor perfectamente. También, por encima del sabor del humo, podía sentir su aliento. Al terminar, Louis apartó la boca lentamente, Leonel expulsó el humo muy suavemente, casi en la cara del otro y ambos se quedaron mirándose con las cabezas a tres centímetros. Entonces Louis sonrió. Con una de sus sonrisas raras.

Si a alguno de los demás le pareció raro todo aquello, pues lo fingieron muy bien. Leonel se quedó tirado en el piso. Ni pensó en mirar a Jean-Luc. No sabía cómo mirarlo. No tenía idea de qué pensar, decir o sentir. Así que ni pensó, ni dijo, ni sintió nada. La marihuana ayudaba a cumplir esta función. Se quedó  tirado en el piso, al lado del lago y mirando al cielo sin ningún pensamiento en la cabeza.

El resto de la tarde pasó sin grandes eventos. De una extraña forma, Leonel ya casi se acostumbraba a todo aquello. Fingía, consigo mismo más que con nadie, que no era más que un amigo de Edgar y actuaba en consonancia. Hasta que en la mesa, luego de la cena, Edgar le preguntó a Jean-Luc y a Louis si pensaban casarse alguna vez. La sola pregunta molestó enormemente a Leonel. Se sintió inmediatamente abandonado. Se concentró en picar su carne para que no se le notara. “Sí”, respondió Louis, “el año que viene, quizás”. Leonel miró a Jean-Luc, quien, para imitar su actuación de todo el día, no lo miraba. Leonel siguió picando la carne en pedacitos al darse cuenta que era incapaz de llevársela a la boca.

Después de otras conversaciones sin importancia, Alex le preguntó a Leonel en alta voz si tenía novio o si estaba saliendo con alguien. Todos lo miraron. Leonel no supo qué decir en un primer momento, entre otras cosas porque su molestia no lo dejó oír bien la pregunta. “Pues…no”, dijo finalmente. “¿Por qué?”, dijo Alex. “Leonel ama ser soltero”, dijo Edgar. Leonel lo miró y sonrió mientras seguía picando la carne. “No es tan así, solo que…”. “¿Le tienes miedo al compromiso?” dijo el novio de la mitad de semana. “Al compromiso como tal no, pero a algunas cosas que vienen con él sí”. “¿Cómo cuáles?”, preguntó Alex. “Pues si no tengo un novio, nunca podrán engañarme, por ejemplo”, dijo Leonel, con plena consciencia de lo que decía. Sintió la mirada de Jean-Luc pero no lo miró de vuelta.

“¿Ese es tu miedo?”, dijo el novio de la mitad de semana. “Sí, debo confesar que me aterra un poco”. Era mentira, pero sabía lo que decía. Todos lo miraban. “Pero no se puede vivir con ese miedo, ¿no?”, dijo Edgar. “Lo sé, pero me asusta pensar que alguien me diga que me ama y todo eso y que luego se vaya con el primero que pase y le cuente mis cosas íntimas, le diga que no me quiere tanto, que solo está conmigo por…por lo que sea”. Si sus palabras habían tenido como propósito fijar a Jean-Luc en el asiento, lo había logrado. Sus ojos azules lo miraban con odio y miedo. Podía sentirlo, aún sin mirarlo.

“Bueno, pero ese hombre tendría que ser muy cabrón, ¿no?”, dijo Alex. “Pasa mucho”, dijo Leonel. “Todo el mundo engaña”. Quería que Louis dijera algo como “No todo el mundo”, pero este no dijo nada. Lo escuchaba con mucha atención. Como el resto. “Todo el mundo engaña, pero no todo el mundo lo hace igual”, dijo el novio de mitad de semana. “Unos son infieles todo el tiempo sin problemas, otros lo hacen un día y se sienten culpables luego por mucho tiempo, otros lo hacen porque quieren demostrarse que le gustan a los demás todavía, otros porque conocen a personas verdaderamente extraordinarias y no pueden dejarlas pasar…hay muchos modos de ser infiel”. “¿Se supone que eso me haga sentir mejor?”, dijo Leonel. “Al final es una mierda igual”.

“La infidelidad hay que entenderla”, dijo entonces Louis. Nada más y nada menos que Louis. Leonel lo miró interesado. Hasta ahora había hablado para provocar, pero ahora se sentía realmente interesado. “¿Por qué?”. “Los seres humanos tienen miedo muchas veces. Y ese es su escape.” “¿Entonces justificas a los que engañan?” “Digamos que los entiendo”. “O sea, si Jean-Luc te engañara, ¿lo entenderías?” Aunque no lo miraba podía sentir la mirada de Jean-Luc. “Pues no sé, depende de la ocasión. Pero no lo vería como el malo y a mí como el bueno inmediatamente.” “¿Por qué no?” “No lo sé…no califico a la gente de esa forma normalmente”.

“Peor la tiene el otro”, dijo el novio de la mitad de semana poniendo fin al diálogo personal entre Leonel y Louis. “¿Qué pasa con él?” dijo Alex. “El supuesto bueno y el supuesto malo puede que no sean ni tan buenos ni tan malos, pero el otro siempre será el otro. Su categoría no cambia. Siempre estará en una esquina, apartado, viendo como los demás son felices o infelices enfrente de los demás sin que nadie sepa de su existencia”. Leonel sintió que le encajaban un tenedor en la barriga. “No se hubiera metido en eso”, dijo él mismo, volviendo a picar la carne. “Nunca es tan fácil”, dijo el novio de la mitad de semana.

“Lo que más me asombra siempre”, dijo Edgar, “es cómo la gente engaña sin analizarlo mucho, y sin embargo, si se lo hacen a ellos se quieren morir y el mundo se les viene abajo”. “¡Pero eso es más que lógico!” dijo de pronto Leonel, casi gritando y con un cubierto en cada mano como si los amenazara. Todo el mundo lo miró fijo. “La gente se acuesta con lo que sea porque son débiles. Necesitan tener más de uno para reafirmarse. Mientras más, pues mejor. Pero como acostarse con la gente no los hace más fuertes, si algún día descubren que se lo hacen a ellos se vienen abajo. Es como si hubiesen perdido la batalla que ellos mismos habían comenzado. ¡Es pura lógica!”. Su última frase había sido un grito con una sonrisa histérica. Al tomar consciencia de su actitud miró hacia el plato con la carne más que picada. No sabía si Jean-Luc lo miraba o no. No le interesaba.

Después de un silencio, Edgar preguntó: “¿Pasa algo?”. Leonel levantó la cabeza y sonrió. “Estoy teniendo un romance con un hombre casado…con una mujer.” Sabía que tenía que decir algo para justificar todo aquello. Se escuchó un murmullo general que quería decir algo como “Acabáramos”. De pronto todos estaban en el mismo equipo de nuevo. “Los bisexuales son lo peor”, dijo el propio Edgar. “Quieren hacernos creer que lo de ellos no es engaño porque necesitan a alguien de otro sexo que se los meta”. “Hijos de puta”, dijo Alex. “Los heterosexuales no son mucho mejores. Se pasan el tiempo engañando. Creen que así complacen a sus padres”, dijo el novio de la mitad de semana. “Hijos de puta”, dijo Alex. “Y las mujeres”, dijo el propio Leonel, “esas zorras engañan todo el tiempo y nadie se da cuenta”. “Hijas de puta”, dijo Alex y todo el mundo se echó a reír, incluido el propio Leonel. El exabrupto había pasado.

“Uff, la infidelidad no es tan fácil como parece”, dijo Edgar. “En realidad es entretenida” dijo de pronto Jean-Luc. Sus primeras palabras en toda la conversación. Leonel lo miró y Jean-Luc lo miró de vuelta. Era la primera vez en el día que sus ojos se habían cruzado. “Hasta que alguien decide enamorarse y entonces se complica”, agregó. No había rencor. No había reproche. Ni siquiera había miedo. De hecho, le recordó  al Jean-Luc de encantadora sonrisa del primer día. Su mirada era la misma que si hubiera dicho “lo siento” o “te quiero”, confirmando que se había referido a él mismo cuando dijo “alguien se enamora”. Nadie se dio cuenta de nada. Louis miró a Jean-Luc, luego a Leonel y sonrió diáfanamente. ¿Qué querían decir las sonrisas de Louis? Pues nunca lo sabría. Leonel, con mucho menos en la cabeza, se llevó un trozo de carne a la boca.

En el auto de regreso, como eran más que en la ida, tuvieron que ponerse unos encima de los otros en el pequeño auto. Leonel, desplazado del asiento del copiloto por el novio del fin de semana, se sentó detrás al lado de una ventanilla, justo al lado de Jean-Luc, quien cargaba a Louis. Alex estaba del otro lado. Inspirados por la dulce noche de la carretera, casi todos dormían. Después de un momento en que Jean-Luc protestó por el peso de Louis, este le preguntó a Leonel si podía usar su rodilla para compartir la carga. Leonel aceptó. En cualquier otro momento hubiera lucido raro, pero después de aquel día, lucía como algo bien normal. Y así se quedaron en la pacífica oscuridad, todos bien cerca, Jean-Luc durmiendo, Louis con la cabeza recostada al asiento delantero y Leonel mirando por la ventanilla una luz alejada que resaltaba en lo alto de una montaña oscura. 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (II)



Segunda parte: El malo

Nunca se vio a sí mismo como esa clase de hombre. Ser infiel ocasionalmente podía haber pasado por su mente alguna vez, serlo a tiempo completo jamás. Sin embargo, ahí estaba. Y hasta el cuello. Pero sabía muy bien lo que tenía que hacer: no pensar en eso. Solo seguir haciéndolo sin reflexionar al respecto. Había aprendido desde bien joven que uno no debe sentirse culpable nunca por ninguna otra persona. Bastante lo habían decepcionado ya. En lo único que tenía que pensar era en cómo simultanear ambas relaciones sin que le fuera demasiado complejo. Claro que ni Gabriela ni Lenore eran como el resto de la gente del pasado y él lo sabía. Ahí estaban: eran justo pensamientos como ese los que se tenía prohibidos. Pero es que ahora todo estaba a punto de complicarse. Algo lo obligaba a decirse que era ser demasiado irresponsable el entrar a aquella tienda y al menos no pensar en ello.

“Buenos días”, dijo la muchacha en cuanto entró a la pequeña, pero lujosa, tienda. “Buenos días”, dijo Alain con una sonrisa cálida. No había ningún otro cliente. “¿Busca algo en específico?”. “Pues un traje”. “Oh, perfecto. ¿Muy formal?”. “Creo que sí. Es para una boda.” “Oh, sí: es algo formal. Pero no se preocupe: los novios de seguro estarán más preocupados que usted”, bromeó ella guiñándole un ojo. “¡Oh!” dijo Alain, “no me expresé bien: es mi boda”. “¡Oh, por Dios!”, dijo ella. “¡Felicidades!”. “Gracias”, dijo él, sonriendo aún más. La señorita le caía bien. “¿Y vino solo? Normalmente los novios traen a toda la familia con él”. “Mi mejor amigo debería estar aquí”. “No se preocupe: yo me encargaré de usted. Le garantizo que será el novio más apuesto de la ciudad.” “Jajaja, mientras no sea demasiado caro”. “Le daré cuanta rebaja tengamos”. “Pues suena como un plan”. “¡Perfecto! Iré a buscar el catálogo de trajes de novio”. “Aquí estaré”. 

Estaba convencido de que Gabriela hubiera encontrado a la chica adorable. Pero la novia no se suponía que acompañara al novio a comprarse el traje. ¿Dónde se habría quedado Miguel, por cierto? Estuvo a punto de invitar a Lenore, pero le pareció demasiado sórdido. Así y todo, Lenore era la mejor en cuanto a modas se refería. Estaba convencido de que con ella habría salido de la tienda en solo una hora con el mejor de los trajes del mundo. El mejor de los trajes del mundo para casarse con otra mujer. El colmo de la sordidez. Tanto para Lenore como para Gabriela. No: definitivamente era mejor ni pensar en cosas como esas. ¿Por qué tenía ideas como aquellas?

Lenore se había tomado bastante bien lo de la boda. Le dolía, podía notarlo, pero no había gritado ni llorado. Lenore no gritaba ni lloraba, de todas formas. Él no estaba preparado para aquella boda tampoco. Ni Gabriela. Pero hay un momento en que hay que hacerlo. De todas formas, Gabriela era la mujer para él. Quería tener hijos con ella, estar toda la vida a su lado. La amaba. Casarse sonaba como lo lógico a hacer. Pero entonces: ¿Lenore? ¿No quería estar toda la vida con ella? ¿No quería tener hijos con ella también? ¿Había un momento en que debería despedirse de Lenore y dejar que ella tuviera su boda, sus hijos con otro hombre? Se sentía incapacitado para pensar en eso. Le había funcionado siempre el no pensar, ¿por qué lo hacía ahora? ¿Por qué no dejaba que la vida decidiera por él como debía ser? Era aquella tienda. Aquella tienda que lo obligaba a casarse y a pensar. Se dijo que casarse era solo un trámite, que no tenía por qué ponerse a pensar nada. Que esto era una simple formalidad que no requería un pensamiento mayor.

“Aquí estoy”, dijo la señorita, justo a tiempo para salvarlo de sus pensamientos. “Perfecto”, dijo él, aliviado. “Podemos ver el catálogo juntos o usted solo, si lo prefiere”. “¿Por qué habría de preferir eso? Yo los veo todos iguales”, dijo él sonriendo. “Fantástico”, dijo ella. Se sentaron en un rincón apartado y se pusieron a ver el catálogo. Ella le explicaba la calidad de los trajes y le sugería algunos en relación a los precios y los colores. Iban marcando los favorecidos en un papel. Uno le gustó mucho. Justo cuando pensaba que todos se parecían. “A Lenore le encantaría este”, dijo. “Oh, este es fabuloso. Lenore debe tener muy buen gusto”, dijo ella, cómplice. Oh, no, ¿por qué había dicho eso? “¿Anoto ese también?” dijo ella como una maestra que tienta a un niño con chocolates. “Por supuesto”. “Pues bien, entonces tenemos estos seis. Iré a avisar a los modelos.” “Perfecto”, sonrió él.

Ahora se sentía culpable. Se sentía como un hombre que quiere más a la amante que a la esposa. Qué clásico. De los que se casan con la más tierna y son amantes de la más rebelde. Esto no era para nada así. Para nada. Si Lenore hubiera llegado a su vida antes se habría casado con ella. ¿Eso quería decir que se casaba con Gabriela por orden de llegada? Qué horrible pensamiento. ¿Por qué pensaba? ¿Por qué no se callaba su cabeza? Se compraría el primer traje que le pareciera medianamente bien y se iría de allá. ¿Por qué ninguna de las dos había llegado a su vida cuando se sentía solo y triste? Eso: la culpa era de ellas dos por no haber llegado a tiempo. Por llegar demasiado tarde y casi al mismo tiempo. No muy convencido con este último pensamiento, se decidió a caminar por la tienda para intentar pensar en otra cosa.

Siempre había estado resentido con la vida. Sentía que nunca había sido juzgado en su justa medida, que nunca nadie lo había entendido y que por eso siempre había estado solo. Hasta que llegó Gabriela. Tan dulce, tan linda, tan inteligente. Con sus gritos sin sentido en las mañanas. Con sus “hoy no cociné ni lo haré, yo no soy una esclava”. Con su sexo en lugares públicos. Tan deliciosa Gabriela. Y ya nunca más estuvo solo. Hasta la manera de ver su propia vida le cambió. Ya no era el Alain solitario que siempre había sido. Ahora era el Alain que había sido solitario en el tiempo previo a conocer al amor de su vida. Como en las películas.

“Los modelos están listos”, dijo la muchacha. “Genial”, dijo él. Se fueron a una habitación privada y dos modelos entraron con los trajes puestos. Alain se preguntó si se verían así en él. Luego de que desfilaron todos los trajes, el que le había llamado la atención al inicio seguía siendo su favorito. Se lo dijo a la muchacha. “En realidad, yo también creo que le quedaría fabuloso. ¡Pues a probárselo!”, dijo ella misma.

Al quedarse solo en la habitación y comenzar a probarse el traje ya se sentía mal. Le dolía la cabeza. Se sentía esquivo, ausente, distante. El esfuerzo que hacía por no pensar lo estaba desesperando profundamente. Se probó el traje a la carrera solo para hacer entrar a la señorita lo antes posible y tener algo de compañía. “Oh, por Dios”, dijo la muchacha al entrar. Tenía la boca abierta. “Ese es su traje, no puede casarse con nada más”. La muchacha hablaba sinceramente, no había ninguna estrategia de venta involucrada. Alain se miró bien en el espejo. “Oh, por Dios” fue lo primero que le vino a la cabeza. Se veía espectacular. Mejor que los modelos. Miró a la señorita y sonrió: “Este es el traje”. Ella sonrió como si su hijo se graduase de la universidad.

“¿Te quieres casar conmigo” dijo de pronto una voz masculina. Miguel acababa de entrar a la habitación. “Tú eres el peor amigo que alguien podría desear”, dijo Alain. “Por Dios, qué bien te queda ese traje”, dijo Miguel ignorándolo. “Llamaré al sastre”, dijo la señorita. “O sea: ¿estamos de acuerdo en que ese es el que es?”, dijo ella misma, como recordándose que la opinión que contaba no era la de ella. “Si se casa con algún otro, lo mataré”, dijo Miguel. Alain asintió con la cabeza, ella sonrió y salió.

“¿Todo bien?”, dijo Miguel. “Todo perfecto”, mintió Alain. “Estoy en el trabajo. Tengo que irme en 10 minutos”. “Lo dicho: eres el peor de los amigos”. “Pero te amo”, dijo Miguel y lo besó en la frente. “¿Crees que puedas hacerlo todo tú solo?”. “Sí, creo que ya pasamos lo peor”. “Perfecto”. “Es un traje fabuloso”, dijo Miguel. “Lo es”, dijo Alain. Entonces se hizo un silencio. “¿Hago bien?”, dijo de pronto Alain. “¿De qué hablas?” “Casarme. ¿Hago bien, verdad?” “Por supuesto. Gabriela es la mujer perfecta.” Alain asintió. “¿Qué pasa?”, preguntó Miguel. Alain no dijo nada. “Hey, ¿qué pasa?”, dijo severamente Miguel. “¿Y Lenore?”, dijo Alain. Miguel sabía que diría eso. No había querido ser el que sacara el tema, pero sabía que era de eso de lo que se hablaba.

Se sentó en una silla. “No sé qué decir. Lenore sabe que tú…” Silencio. “Alain, no sé muy bien qué responder. La respuesta es “sí: haces bien””. Obviamente Miguel ya había pensado en aquello también. “El culpable soy yo, ¿no es cierto?” “Oh, no”, dijo Miguel. “No, no”, repitió. “No tengo permitido sentirme mal. En definitiva todo esto es culpa mía y puedo detenerlo cuando sea, ¿no?”, dijo molesto Alain. “Alain, la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado de nadie. Y tú estás enamorado, no solo de una, sino de las dos. Y ellas dos de ti. Hace rato que esto dejó de ser divertido. Lidia con eso.”

En eso entraron el sastre y la muchacha. Miguel y Alain se miraron. Alain estaba a punto de explotar. Miguel se había alterado también. El sastre tomó las medidas, mientras Miguel y la muchacha lo miraban. De pronto Miguel se paró. “Tengo que irme”, dijo. Se sentía culpable. “Está bien, no te preocupes”, dijo Alain. “Todo estará bien”, dijo Miguel. Alain lo miró fijamente y después de un silencio, asintió con la cabeza. Antes de irse, Miguel le dijo a la muchacha ya con su espíritu habitual: “Por favor, cuide a mi hijo”. “No se preocupe”, dijo ella sonriendo.

Al salir Miguel y luego el sastre, la muchacha le dijo a Alain: “Tenemos dos opciones. Podemos hacerle los arreglos ahora o puede pasar otro día. Mañana mismo, quizás”. Pensar en volver otro día era demasiado para Alain. Prefería terminar con todo aquello ya. “Creo que esperaré”. “Pues muy bien. No será mucho: nuestro sastre es el mejor de la ciudad y estoy convencida de que al traje no hay que hacerle mucho”, dijo mientras salía.

Al quedarse solo no sabía muy bien qué hacer. Ahora sí se sentía mal. Casi enfermo. Ya no servía de nada el intentar no pensar. Lo estaba lacerando demasiado el no hacerlo. Nadie tiene tantos escrúpulos, no los tengas tú. Tú no amas a nadie, a ninguna de las dos. Eres un cobarde. No se puede amar a dos, es solo una excusa que te dices para acostarte con ambas. Si hubiera tres, dirías que amas a tres. Eres un bajo, un sucio. Y lo peor es que no eres ni siquiera valiente para asumirlo con ligereza. Como tu padre. Tienes que tomártelo todo a la tremenda. Si te lo hicieran a ti estarías llorando, pusilánime, así que no te sientas superior por tener dos mujeres. Todo lo que no quería pensar le venía a la cabeza en un orden caótico perfecto.

Después de un tiempo que no tuvo ni idea de cuánto fue, la muchacha entró con una sonrisa, el sastre a su lado y el traje en  la mano. “Todo listo. Le dije que teníamos el mejor sastre”. “No hubo que hacer mucho”, dijo este sonriendo. Cuando salieron se probó el traje. Se miró en el espejo y se vio perfecto. Se dio cuenta que nunca luciría tan bien como en el día de su boda. Como debería ser. Nada podía hacerlo sentir más culpable.

Sacó el celular y marcó el 5. “Hola”, dijo la voz de Lenore por el otro lado. “Tengo el traje perfecto”, dijo él. Lenore no dijo una palabra. Se hizo un silencio sepulcral. “Necesito que me digas que todo está bien”, dijo él. El silencio de Lenore era como un grito. “Por favor”, dijo él casi suplicando. “Todo está bien” dijo ella después de un tiempo. “Solo no pienses en nada y todo estará bien”. Él dijo que sí con la cabeza. “Voy a colgar ahora”, dijo ella. Él volvió a asentir con la cabeza, como si ella pudiera verlo.

Se sentía demolido. Se tomó un tiempo de recuperación y llamó a la muchacha, la cual le dio el visto bueno. Se quitó el traje y se vistió mientras la muchacha se lo llevaba para envolverlo. Cuando estaba afuera esperando por la muchacha se sentía dormido. Como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. A llegar esta y darle el traje, fueron a la caja, él le dio su tarjeta de crédito, ella hizo el cobro y se dio por terminada la operación. “No tengo maneras de agradecerle”, dijo él. “Me acaba de dejar una propina enorme, así que podemos decir que estamos a mano”, dijo ella sonriente. “Además, fue todo un placer”. Entonces lo miró como si fuese su amiga y le dijo sinceramente: “Que sea muy feliz”.  Él le dedicó su sonrisa de siempre, le agradeció con la cabeza y se dio la vuelta.

Un segundo después regresó. “No sé lo que hago”, le dijo. Ella lo miró atónita. “No tengo idea. Pero no se supone que nadie se compadezca de mí, ¿no es cierto? No puedo gritar, no puedo quejarme. No tengo derecho”. Ella lo miró sin mover un músculo de la cara. “¿Esto es la felicidad?”, preguntó. Ella lo miró a los ojos fijamente. Él bajó la cabeza, la volvió a subir, sonrió, dijo “No tengo maneras de agradecerle” de nuevo y volvió a darse la vuelta.

Al salir de la tienda caía la tarde. Todavía claro, pero empezaba a oscurecer. Llevaba el traje en una inmensa caja con un asa. Sacó el celular y marcó el 2. “Hola, amor”, dijo Gabriela por el otro lado. “¿Cómo estás?”, dijo él. “Parezco un cake. Odio todos los trajes”. Él rió genuinamente. “¿Podemos casarnos con unos jeans?”. “Pues no porque ya yo tengo mi traje”. “¿Ya tienes tu traje? Oh, ¡qué envidia! Me demoro 45 minutos para probarme cada uno y al final luzco como un cake”. Él volvió a sonreír. “Te amo”, le dijo. “Yo también”, dijo ella. “Quiero que siempre estés a mi lado”, siguió él. Ella hizo un silencio. “No te preocupes por eso, este cake siempre estará a tu lado” dijo con su voz madura. “Voy a colgar ahora”, dijo él sonriendo. “Adiós, amor”, dijo ella.

Comenzó a caminar. Se sentía raro, diferente. Pero mejor. Más aliviado. Como si la temida sesión de pensamientos ya hubiese pasado. La tarde caía aceleradamente pero todavía era de día. Se detuvo en un semáforo junto a muchas otras personas esperando el cambio de luces para cruzar. Y allí se inmovilizó. Con la inmensa caja del traje en la mano, relajado, con gente por todas partes, y contemplando detalladamente las inmensas luces del semáforo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (I)



Primera parte: El bueno
 
En cuanto la vio lo supo. De inmediato. Ella misma se dijo que no tenía que ser necesariamente esa, que quizás ni siquiera había “una”, pero algo, lo mismo que le indicaba desde hacía meses que sí había “una”, le decía ahora que era “esa” que estaba parada frente a ellos en aquel inmenso mercado de muebles al que había ido con Boris ese sábado. “Elena, Amanda”, “Amanda, Elena”, dijo Boris. Elena sonrió y le dio la mano. La tal Amanda también sonrió y estiró su mano. “Buscando un buró”, dijo Amanda a modo de respuesta a una pregunta que nadie le había hecho. “Una silla” dijo Boris para mantener la dinámica de la conversación con respuestas sin preguntas. “Una silla con brazos”, corrigió Elena. En cuanto lo dijo, se recriminó. No tenía por qué ser amable ni formar parte de la conversación; le tocaba ser fría y distante. Aún cuando “esa” no fuera la “una”, ninguna mujer debe ser amable con otra, joven y linda, que conversa con su marido y de la cual nunca había oído hablar. Pero ella nunca había sido esa mujer. Nunca. Siempre había pensado que actuar con estereotipos  no era para ella. Especialmente en un matrimonio en el que la confianza estaba a la base de todo.

Pero hacía unos meses la confianza se había roto. Un día en que oyó una llamada que no debía haber escuchado. Y esas únicas dos palabras precipitadas de Boris que oyó por error la hicieron romper su confianza. Una confianza que databa desde el día en que se conocieron. Su relación con Boris. Tan madura, tan diferente a las de los demás. No es que nunca pensara que algo podría pasar en el futuro, pero nunca previó que podía entrar a su cocina y oír al Boris de toda la vida apagar el teléfono para que ella, su Elena de toda la vida, no oyera algo. Ellos, que tanto habían avanzado en el camino de la confianza. A diferencia de tantas parejas en las que la mentira parecía ser el eslabón fundamental y a las que siempre criticaron tanto. No podía creerlo. Siempre pensó que si algo pasaba en el futuro no sería de esa forma. Nunca se imaginó de qué forma podría ser, pero no involucraba a Boris mintiendo. Esto era traición de verdad. De la que uno no sabe qué hacer con ella.

“Bueno, seguiré buscando”, dijo Amanda. “Que tengas suerte”, dijo Boris, “y saluda a Leandro”. Ahí: las palabras que lo delataban completamente. Si tan solo se hubiese ahorrado el estereotipo, Elena podría haber considerado como una opción el que podía equivocarse. Pero con aquel “y saluda a Leandro”, Boris sellaba no solo la existencia de la “una”, sino que además se la ponía enfrente en aquel desafortunado sábado en aquella inmensa tienda llena de gente. Amanda se fue y Boris sonrió. “Trabaja con Miguel. Es muy agradable”. Elena sonrío y no dijo ninguna palabra.

“Busquemos la silla” dijo Boris. “La silla con brazos” corrigió él mismo, a tono de broma. Estaba nervioso. Ella asintió. Estaba muy callada y le dio miedo. Le dio miedo que su silencio la delatara. Se dio cuenta que no sabía qué debía hacer o decir. No se suponía que ella escondiera lo que había descubierto. Pero ella nunca fue una mujer que habría salido a correr a decirle a su marido: “Te cogí. Es ella”. No por falta de valor o por decencia, sino porque al marido que escogiera, fuera cual fuera, nunca habría tenido que decirle algo así. No le importaba el mundo en el que la infidelidad es tan común; ella sabía que con ella no pasaría. Boris y ella eran una identidad. Por eso ahora, además de sentirse rota, no sabía qué hacer. No sabía si gritar, si callarse, si llorar. Antes las diversas posibilidades, optó porque nadie se diera cuenta que lo sabía al menos hasta que se estableciera un programa de acción en la cabeza.

Intentó elegir la silla con brazos, pero no pudo. No se concentraba. En su cabeza solo había confusión. No veía nada a su alrededor. No sabía por qué, pero sentía que todo era culpa de ella. Que los demás jugaban bien su papel, pero que ella no. Los demás tenían que mentir y ella debía hacer algo cuando descubriera que mentían. Pero no hacía nada. Le dijo a Boris que iría al baño. Boris siguió escogiendo la silla y le dijo que no se movería de esa sección. Antes que se fuera, la miró y le dijo: “¿Te sientes bien?”. Otra frase que lo delataba. Él nunca preguntaba eso, porque en la clase de relación que tenían si alguien se sentía mal enseguida lo decía y el otro corría a solucionarlo. No había que esperar a poner mala cara para que el otro preguntara. “Claro”, respondió ella, estrenando su nuevo papel de mujer que dice cosas para seguir un guion.

En el camino al baño se preguntó si estaban bien sus pensamientos. Si lo primero no debía ser el cuestionarse si Boris sería capaz de hacerle aquello en vez de estar pensando en cómo decir que lo sabía o si debía callárselo. Al entrar al baño gigantesco y, curiosamente, vacío, se sentía descoordinada. Se miró frente al espejo y se vio conservadora. “Soy una vieja”, se dijo. Se comparó con la tal Amanda. Tan joven, tan fresca, tan soltera, tan libre. Sabía que probablemente tendrían la misma edad, pero se sintió como la esposa vieja. Ella, que siempre fue tan adelantada. Elena, la de la personalidad adelantada y definida. La que había encontrado su ideal en Boris. Un Boris tan adelantado y definido. Tan diferente del resto de los hombres, que solo pensaban en acostarse con quien fuera y engañar inescrupulosamente a sus mujeres, con las cuales se casaban solo porque había que casarse con una.

Se sentó en un inodoro y se prometió no salir hasta que pudiera sentirse mejor o tomar una decisión. Le molestaba que todo esto la tomara por sorpresa. No la infidelidad, sino el hecho de que después de saber que había alguien - ella sabía - no se hubiera puesto a pensar qué hubiera pasado si un día se los encontraba frente a frente. Le molestaba que no hubiera pensado a priori que esto hubiera podido pasar. No debía haber esperado a encontrarse a todo el mundo frente a frente y quizás así hubiera dicho algo mejor que “una silla con brazos”. Esto también la molestaba. No se suponía que estuviese buscando maneras de quedar bien ante la amante del marido, sino que tenía que arreglar aquello con él. Fuera lo que fuera que aquello quisiera decir.

Al salir del baño, sintiéndose algo más capacitada para fingir, caminó en dirección a la sección de sillas y se la encontró. Le había afectado tanto el verla que no se puso a pensar que todavía seguían todos en el mismo lugar. Más errores. Amanda se puso pálida cuando la vio. Si ella no hubiese sabido nada, nada habría notado. Pero Elena sabía, así que en cada paso falso de Amanda, al igual que en los de Boris, ella estaba ahí para notarlo. “Hola”, dijo Amanda. “Hola”, dijo Elena. “¿La silla con brazos?”, preguntó Amanda. “No la hemos escogido. ¿El buró?”. “No me decido”. “¿Es para un cuarto o para una oficina?” “Para un cuarto”. “Ese está bien”, dijo señalando a uno muy cercano. “Lo sé, es el que más me llama la atención”, dijo Amanda. Elena caminó hasta el buró y se sentó en la silla. No tenía ni idea de lo que hacía. Amanda la siguió y se paró frente a ella, del otro lado del buró. Ambas estaban serias, pero no había nada de hostilidad.

“Es muy bueno. Si no es muy caro para ti, deberías llevar este”. “Sí, creo que eso haré. Gracias”, dijo Amanda. Elena se paró y la miró seria. Con una seriedad que ella misma se reprochaba el no ocultar. Amanda se puso nerviosa, pero no dijo nada. Para cualquiera que no supiera lo que pasaba tenía una cara perfectamente normal. Pero Elena sabía. “No te preocupes”, dijo Elena. Y se fue.

Se sintió bien consigo misma. Siempre había pensando que las mujeres engañadas no debían odiar a la otra mujer, sino al hombre. Claro que eso lo había pensado en una época lejana cuando uno decide las reglas de su vida futura tomando como base su inteligencia racional y no la capacidad emotiva que se sentiría en un momento como ese. Por eso se sintió bien: en este momento de caos en el que todo se le venía abajo - su esposo, su matrimonio, sus creencias - estaba bien que al menos no la hubiera cogido en su cabeza con la otra muchacha. Como siempre pensó que debían hacer las mujeres engañadas. Estaba bien: era como serse fiel a sí misma. Al menos ella lo era. Por supuesto que no le gustaba la otra, pero no sentía una gota de resentimiento hacia ella. En medio de su confusión, sabía que era lo correcto.

Al llegar al lado de Boris, quien se sentaba de silla en silla, lo miró seria. “¿Dónde estabas?”, dijo él, todavía sentado. Ella lo miró fijo. Su novio, su esposo, su hombre, su amigo. Mintiéndole. Acostándose con otra y mintiéndole. Ambas cosas la laceraban. Pensó en lo que había leído una vez que decía que la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado de nadie. Entonces se dijo que era una frase tonta, que al que engañaban siempre amaba, así que nunca podría ser divertida la infidelidad, al menos no para esa persona. Pero entonces se dijo que a veces los engañados tampoco aman. En ese caso, la infidelidad también dolía, pero por orgullo, no por amor. Y se preguntó si amaba a Boris. Siempre había pensado que sí. Su dolor no era por orgullo. Aunque también. Pero lo que más le dolía era el amor. “Te amo”, le dijo a Boris, como para indicar en alta voz que era por amor y no por orgullo que le dolía su infidelidad. De tantas cosas por decir, solo dijo esa: “Te amo”. Él la miró y lo supo enseguida. Supo que su “Te amo” era el resultado de una lucha interna. La miró grave y no dijo nada. Un “Yo también” hubiese sido ofensivo.

Ninguno de los dos dijo nada más. Compraron una silla con brazos después de parcos “¿Esta está bien?” y “Sí, eso me parece”. Uno de los muchachos les trajo la misma silla desarmada en una caja y Elena pensó en cómo una silla como aquella podría estar en una caja extremadamente fina y manuable. La pusieron en el maletero del auto en medio de aquel parqueo gigante. Elena se sentó al volante, Boris a su lado, ella arrancó el auto y ahí se desplomó. Interna, pero completamente desplomada. No sentía sus manos, su mirada se perdió en el frente, sus sentimientos se agolparon y pidieron salir. Boris la miró al ver que no se movía, pero al darse cuenta del estado de Elena, no dijo ni una palabra. No tenía ni idea de qué podía decir, de todas formas.

Elena quiso gritar. Quiso decirle: “¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?”, “¡Yo te amo!”, “¡Siempre fuimos diferentes a los demás!” “¡Te odio!”. Pero no quería que aquellas palabras salieran de su boca. Todo le parecía tan mundano, tan trillado. Sentía que si lo decía su relación sí que sería como el resto de las demás relaciones. Además, se imaginaba qué respuestas diría él a sus gritos y en cómo intentaría decirle que se calmara, y eso la enfurecía aún más. Estaba teniendo todo el diálogo en su cabeza – un diálogo que detestaba - de ahí que no quisiera decir ni la primera línea del guion para no tener que oír las otras. Pero algo tenía que hacer. Sentía que quería matar, que quería morirse.

De pronto, salió del auto. Boris no hizo nada, ni siquiera cambió la vista. Seguía mirando al frente, igual que ella lo había hecho hasta hacía un momento. Elena fue atrás y abrió el maletero. Sacó ella sola la caja de la silla con brazos y la tiró al piso. Cerró el maletero, volvió al auto, se montó, arrancó y dio marcha atrás, pasándole por encima a la caja. Boris no dijo una palabra. Su mirada seguía perdida al frente. Algunas personas cercanas detuvieron su marcha y miraron la escena sin saber qué hacer. Luego de pasarle por arriba, volvió a hacerlo, ahora de frente. Otra marcha atrás, luego de frente de nuevo. Boris lloraba. Sin cambiar la vista, sin moverse, pero le salían las lágrimas a montones. Elena no movía un músculo de su rostro. Solo le pasaba por encima a la caja de la silla con brazos una y otra vez. Las personas cercanas estaban inmóviles, atónitas.

Después de cuatro veces en cada dirección se detuvo. Todavía seria y sin mirarlo, dijo: “Recógela”. Cual autómata, Boris salió del auto, recogió la caja y la puso de nuevo en el maletero. Entró al auto y se sentó. Ya no lloraba, pero su cara estaba llena de lágrimas. Las personas comenzaron a caminar nuevamente.

Elena se sentía mejor. Después de unos segundos con la mirada perdida al frente, lo miró. Él, al notar que ella lo miraba, hizo lo mismo. Se miraron fijamente. Por un minuto entero. No había ninguna expresión en ninguno de los dos, pero, al mismo tiempo, nada podía haber sido más expresivo. Todo lo que ninguno de los dos sabía cómo decir, el otro lo entendió perfectamente.

Sintiéndose más liviana, Elena retiró la vista y salió del auto. Se sentía anestesiada. No podía pensar ni sentir nada. Boris se quedó en el auto y la miró salir. Ella caminó en dirección a la tienda de muebles. Relajada. Como si la naturaleza y ella fueran una sola. En un banco cercano a la salida de una de las inmensas puertas se sentó. Y ahí se quedó. Tranquila, sin ningún pensamiento en la cabeza, con la brisa dándole en la cara y contemplando su propia sombra en el piso.

lunes, 22 de octubre de 2012

La importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo


Si se le pidiera a aquellos de ustedes que no me conocen en la vida real que me asociaran con una manifestación artística, lógicamente todos lo harían con la escritura. Pero a aquellos que me conocen - aún los que no me conozcan muy bien - si se les hiciera la misma pregunta, una gran parte respondería otra cosa. Si la misma pregunta se les hubiera hecho hace seis años, esa “otra cosa” hubiese sido la única respuesta posible: ¿Raúl? ¡Pues actor!

Pues sí, a pesar de que no me gusta decir que lo soy - no por modestia, sino por razones que explicaré más tarde - lo cierto es que creo que soy actor. O al menos que lo fui. Mejor aún: que lo he sido toda la vida y no creo que deje de serlo. Pero vayamos en orden cronológico para ver si yo mismo me entiendo porque el tema de la actuación es uno de los que más me cuesta ver nítidamente en mi vida.

Yo he sido carismático siempre. Me dio por ocultarlo mucho tiempo pero carismático siempre he sido. Y a la hora de hacer chistes, imitar voces y poner caras, no busque a nadie más. Siempre he sabido, intuitivamente, cómo hacer una historia sin revelar nada que no se deba saber antes de tiempo a la misma vez que voy poniendo datos sutilmente en la mente de los demás para llegar a ese momento mágico que toda historia debe tener y en la que todo coge un sentido. Mi capacidad de imitación es increíble, razón por la cual siempre he sido bueno en las lenguas extranjeras, reproduciendo acentos de dónde sea y burlándome de la gente que se lo merece. También, lo que eso nadie lo sabe porque es un secreto bien guardado por mí, soy increíblemente sutil y poco expresivo cuando hay que serlo. Pero eso me lo guardo para la vida real en donde muchas veces uno tiene que fingir que es un ser humano común. Resumiendo: talento inicial siempre ha habido.

En primer grado hice las pruebas para el círculo de interés de cerámica y como desaprobé me fui al de teatro. Lo mismo pasó en segundo, tercero y cuarto, y para cuando finalmente aprobé la prueba de cerámica en quinto grado después de tantos intentos fallidos, a las tres semanas no quise ir más y regresé ilegalmente al de teatro. Un día vi al profesor de cerámica - un negro grande e impresionante de bata blanca con pinceles en los bolsillos - en la distancia y me escondí detrás de un árbol. Cuando pensé que ya se había ido saqué la cabeza para descubrir horrorizado que estaba parado mirando en mi dirección. Ahí demostré mis nervios de acero y capacidad de improvisación, y en vez de intentar esconderme de nuevo, sonreí, saqué una mano para saludarlo y grité: “¿Cómo está, profe?” como si estar mirando desde detrás de un árbol fuese la cosa más natural del mundo. Él cruzó las manos como diciendo: “Una explicación ahora”. Yo saqué el resto del cuerpo y avancé hasta él con una sonrisa de oreja a oreja como si saliera de la puerta de mi casa para saludar a mi profesor, al que había visto por la ventana. Al llegar le dije, sin que él preguntara, que no había ido los últimos viernes porque tenía tuberculosis (juro que quise decir “neumonía”).  Él me miró con sus brazos cruzados y una cara de “¿De veras? No me hagas reír”. Yo tosí un poquito pero siguió con la misma cara. Hasta que cambié la voz lisonjera, dejé de sonreír y de toser, y confesé: “Yo creo que yo sirvo más para el teatro”. Entonces el negro impresionante sonrió de buena fe, me puso una mano en el hombro y me dijo: “Yo también lo creo”.

En la primaria y la secundaria actué en varios matutinos de esos que tenían la función de burlarse de la novela brasileña del momento y siempre empezaba siendo un personaje pequeño y después de dos ensayos terminaba siendo el principal. Supongo que, como dice mi amiga Catia, a los demás les cuesta demasiado brillar a mi lado. Como resultado, en la primaria me decían Nonó Correira y en la secundaria Toño Dalúa.

Yo siempre supe que sería buen actor, pero como muchos homosexuales decidí esconder todo tipo de talento para esconder también otras cosas. Qué crimen el no asumirse a tiempo, el no mandarlo todo al carajo rápido, el no inmortalizar nuestras pajarerías con acciones que escandalicen a los demás. Qué crimen el intentar que los demás nos acepten cuando ni nosotros mismos nos aceptamos. Pero, por suerte, hay quien cambia en cuanto empieza a conocer la libertad.  Así que en cuanto vi a un hombre encuero en una cama por primera vez en la vida real, empecé a quitarme los complejos uno por uno. Pero tal importante evento no se produjo hasta que cumplí los 19 años, lo cual en el mundo del teatro, con tanto adolescente que se llama actor, es algo tarde.

Incluso mi primer novio, que no solo fue el primero al que vi encuero en una cama sino que fue la única persona que me conoció realmente bien en los primeros 20 años de mi vida (Sé que estás leyendo esto así que hínchate del orgullo y por supuesto que te prohíbo dejar algún comentario público), me dijo un día - yo siempre hablaba de que quería ser actor - que no creía que yo sería un buen actor porque era demasiado inteligente. Yo siempre he discrepado con esa teoría, pero la opinión de él siempre pesó en mi vida, así que una de mis tareas fundamentales fue probar que se equivocaba. El día que me vio actuar por primera vez, años después, gritó a todo el que pudiera oírlo (todavía lo hace) que se había equivocado completamente y que los buenos actores - o al menos yo - sí podían ser inteligentes.

Pues cuando tenía 20 años, ya sin novio y con la mitad de los complejos lanzados a la basura, después de un año de la siempre liberadora universidad, me dije que el momento había llegado. Así que me anoté en un curso de actuación en la UNEAC. Y en aquel curso de verano de dos meses en el que no nos enseñaron absolutamente nada, yo, sin embargo, aprendí algo importantísimo: yo soy un actor. Uno real. Ahí me di cuenta del verdadero potencial que tenía en materia de técnica (memoria, uso de la voz, control de las emociones) además de la amplia capacidad de atraer a los demás, lo cual en un actor es importantísimo. Pueden preguntarle a los otros 50 estudiantes del curso, que siempre que me ven me preguntan si ya estoy en Broadway.

Una vez finalizado el curso de verano me dije que había que hacer algo con tanto talento. Y fue ahí donde comenzaron mis primeros problemas con el teatro, los cuales no terminarían, lamentablemente, jamás. El mundo del teatro, señores, no dejen que nadie los engañe, es una jungla. Una jungla llena de gente vacua, simple, bruta y poco talentosa. Y, por sobre todas las cosas, mala. Muy mala. Y se los está diciendo uno que es de los mejores preparados para sobrevivir en ella. Yo nunca dudé en fajarme con la gente, decirles las verdades a los demás, burlarme de la brujería y darle besos en escena a gente a la que no le hablaba fuera de ella. Y si nunca me acosté con nadie por un papel fue porque yo siempre obtuve los papeles que quería sin necesidad de ello, si no quizás me lo habría cuestionado. Y esta dinámica se repitió siempre en todos los niveles por los que pasé. Teatro de casa de cultura, teatro universitario, teatro profesional… Pero no nos adelantemos a la historia.

Pues en la casa de cultura de Plaza, donde habita el mal en su esencia más mediocre, comenzaron mis primeros encontronazos y decepciones, al punto de cuestionarme si yo en realidad quería tener aquel “hobby”. Debemos recordar que yo era estudiante en la universidad de otra cosa distinta, así que el teatro siempre fue para mí un pasatiempo y jamás me cuestioné en mi cabeza el cambiarle esa categoría. No daré detalles de las miserias humanas de aquel lugar porque la gente mala no debe ser tan recordada. Solo decir que después de seis meses, y luego de dos grupos de teatro mediocres e igual número de mandadera para la pinga a sus respectivos directores (nada de sutilidades: lo hice en alta voz, alto y claro), y justo cuando ya salía por la puerta dispuesto a jamás regresar a aquel antro, me encontré por error, casi escondido en una esquina, el único lugar en el que me enseñarían algo de actuación en mi vida.

El taller de los viernes de César Montero (si alguien lo ve algún día dígale sin pena que yo siempre hablaré bien de él) fue lo mejor que me pudo haber pasado. César, médico con un conocimiento de teatro impresionante, maniático y obsesivo como todo buen artista, amigo en lo personal ya que tenemos “defectos” en común, me invitó a su taller de teatro al oír de mi despedida por todo lo grande de los otros grupos. La gente de allí era ideal para mí. Todos tendrían mi edad y algunos hasta mucho más, habían dado dos y tres vueltas por el mundo, tenían hijos y muchísimo sexo con muchísimas personas y no caían en tonterías de estereotipos a la hora de buscar un sentimiento. Gente adulta. No los niños estúpidos, hijos de otros actores estúpidos, de los otros grupos. Justo lo que yo necesitaba. Allí nadie era hijo de nadie y todo el mundo estaba dispuesto a revolcarse por el piso en busca de una emoción.

Así, cada viernes a las 10 de la noche, salíamos de aquel lugar con la sensación de haber corrido una maratón. Reíamos, llorábamos, nos dábamos golpes, bailábamos, gritábamos nuestros más secretos complejos a viva voz para reírnos - o llorar - luego con ellos. Preparación de la buena. No duró más de cuatro meses - ya que yo había perdido otros seis con los otros subnormales - pero no hubo falta. Crecí muchísimo en términos de sensibilidad dramática gracias a aquel taller de actuación de César Montero.

Y, finalmente, llegó la hora de ponerlo en práctica. Por mucho que uno se prepare fuera de él, uno se hace actor solamente encima de un escenario. Y esta oportunidad me la dio la universidad. Pues la Facultad debía presentar algo en el Festival de Cultura y Emilio y algunos otros (yo no conocía a Emilio antes de eso) fundamos el grupo de la FLEX, “The Rejected” (porque no nos aceptaban en ninguna parte y siempre nos ponían de últimos) e intentamos representar una obra de género detectivesco noir/humor, magistralmente escrita por el propio Emilio, donde yo interpretaba a “El malo”. Pero lamentablemente las capacidades histriónicas de los otros “rejected” no eran muy buenas y además ni siquiera ensayábamos. Así que dos días antes de presentar la obra en la clasificación para el Festival, decidí crear un monólogo para garantizar que la FLEX tuviera algo más que la representara y, por supuesto, para destacarme algo más.

Así fue como creé en 48 horas una pequeña joyita de 8 minutos que yo mismo escribí y a la que siempre recordaré con orgullo y cariño, llamada “Historia de Madera”, en la que un muñeco del mismo material, cual Pinocho, intentaba buscar un corazón. Contrario a lo que puedan pensar, aquello no era para niños (ya me conocen) y lo que parecía algo muy tierno en teoría, terminaba siendo una desgarradora (y tierna) historia de incomprensión e intolerancia. Yo hacía todos los personajes y no hubo una sola persona a la que no le gustara. No fueron muchos espectadores, es cierto, pero a todos les gustó y eso es lo que cuenta. Cada vez que alguien me dice que estaba ahí ese día me trae muy buenos recuerdos, no solo porque fue mi debut, sino porque fue algo íntimo y bien logrado. La obra de “The Rejected”, como era de esperar, no clasificó, pero eso no quiere decir que no nos hayamos divertido como orates haciéndola (recordar cuando mi personaje tuvo que morir en escena y no tuve más opción, por lo pequeño del lugar, que caer muerto encima de Ray, cuyo personaje había matado yo mismo un segundo antes. Ray, que es el triple mío, se reía porque todo el mundo no paraba de reír al verme tirado sobre él y yo subía y bajaba encima de Ray desafiando toda ley de la gravedad. Hilarante). “Historia de madera”, por supuesto, sí clasificó.

Y en el Festival de la Universidad, que vino después, gané dos premios para la FLEX (en una época en la que nadie lo hacía) en unipersonal y guion. Pero, cosa rara, no gané ninguno de los premios de actuación. Así y todo estaba bien para una obra creada en dos días y que casi nadie vio, y para haber sido mi debut en las tablas. Pero - yo soy extremadamente ambicioso - ese mismo día, con los premios en la mano, decidí que al año siguiente todo el mundo del arte de la universidad conocería a Raúl Reyes Mancebo.

Y vaya si lo logré. Decidí que lo primero que había que hacer era cambiar de estrategia y unirme a un grupo (ya que con “The Rejected” obviamente no se podía contar). Fue así como me uní al grupo de teatro de la Facultad de Economía, el cual no había tenido un muy buen año la temporada anterior. ¿Ustedes han visto esas películas en la que los perdedores se unen y terminan ganando el campeonato? Pues esa es la historia de Ekos Teatro y “La importancia de llamarse Ernesto” en 2005. En algún lugar de este mundo, todos los que tuvimos que ver con aquel proyecto seremos siempre recordados por haber hecho una obra de teatro compleja de una manera visionaria, entretenida e inteligente.

Y mi personaje -  todo el que lo vio lo dirá, así que no hay ninguna necesidad de ser falsamente modesto a estas alturas - fue la guinda de un pastel que ya de por sí era bastante bueno. Yo interpreté, nada más y nada menos, que a Lady Bracknell. Que me disculpe todo el que ha hecho ese personaje (y eso incluye a Judi Dench) pero Oscar Wilde escribió ese personaje para mí. Así y todo todavía me pregunto cómo acepté hacerlo. Jamás he sido de la clase de gay que quiere lucir como mujer. Para nada. Y tengo problemas de imagen, como todo el mundo. Y orgulloso desde chiquitico: si voy a parecer una caricatura pues no hago nada. Y mucho menos a alguien tan sofisticado, cínico y brillante como Lady Bracknell. Pero lo hice. Y lo hice de la misma forma que años después comencé mi blog, de la misma forma que hago ahora otros proyectos, de la misma forma, quizás, en que vivo mi vida: a mi manera. Sin preguntarle nada a nadie, sin respetar ninguna ley que otro inventó antes de mí y sin tomar el consejo de nadie. No tanto por soberbia, sino por esa necesidad que tiene un artista de explorar lo que tiene por dentro y que no se parece a lo de los demás. Y resultó. Miren que yo estoy orgulloso de cosas en mi vida, pero Lady Bracknell está, y siempre estará, entre las primeras. Y desde su altura, Wilde me hace un guiño con el ojo.

Así fue como el día en que se estrenó “La importancia de llamarse Ernesto” en la sala Talia es el día que me llevó a la tumba cuando muera. Si bien dos minutos antes de que comenzara la obra nadie sabía si todo aquel texto, aquellas variaciones, aquellas actuaciones, podrían gustar (el éxito y el fracaso son separados por una línea muy delgada), lo cierto es que dos horas después cuando decíamos el “la importancia de llamarse Ernesto” final, todos sabíamos que aquello era toda una victoria. Y mi aplauso me lo llevo conmigo a donde quiera que vaya. Nunca me he emocionado tanto (nadie se dio cuenta: actor desde el inicio hasta el fin) pero me entró un escalofrío por los pies y me recorrió todo el cuerpo hasta la cabeza mientras miraba la luz que me daba en la cara y oía los aplausos y los “Bravos” como si estuvieran muy lejos. Siete años después todavía guardo esa emoción como si fuese ayer.

Y ese fue solo el inicio. Por supuesto que ganamos todos los premios en el Festival de la Universidad (y en el que venía más arriba que unía a todas las universidades de la Habana). Desde popularidad hasta vestuario. Y, por supuesto, el premio de actuación masculina que me debían y que nadie le iba a quitar a Lady Bracknell. Pero no solo eso: cada vez que hacíamos la obra había más gente e incluso hicimos una pequeña temporada en el Guiñol con bastante público. Mi personaje siguió haciendo de las suyas, me pasé el año ganando premios (de papel, pero premios) que ni siquiera sabía de dónde venían, y gente desconocida se acercaba a mí en la calle y me repetían mis parlamentos como si yo no me los supiera. Por supuesto, esa fama era a nivel universitario y quizás un poco más, no a nivel mundial, pero el alma de estrella que llevo dentro no podía estar más satisfecha.

Pero, como ya advertí antes, el mundo del teatro me ha jugado siempre malas pasadas. Así fue como, cuando ensayábamos para irnos a hacer la obra por algunas provincias (algo muy raro para el teatro universitario) ocurrió la desgracia. Yo siempre he sido una estrella. Y la misión fundamental de una estrella de teatro es fajarse con el director de la compañía todo el tiempo, papel que yo, magistralmente, cumplía al dedillo. Llegaba tarde a los ensayos todo el tiempo, el director y yo nos gritábamos de una esquina a otra del teatro frente a gente que no nos conocía y frente al resto de los actores que no tenían dónde meterse cuando aquello comenzaba y decía que no a cuanto cambio intentaban hacerle a mi personaje. Reciprocaba asistiendo a todos los ensayos (aunque llegara tarde), doblando impecablemente al resto de los actores cuando ellos faltaban y, una vez las luces encendidas y la obra en marcha, siendo perfecto para que todo el mundo felicitara al director. Es así cómo funciona una relación de reciprocidad en el teatro. Por eso fue tan extraño, y sin embargo tan lamentablemente real, que tuviera que irme de Ekos Teatro en medio de mi fama, por una pelea que no era mía.

En efecto, un día, sin previo aviso, mi novio, que era uno de los protagonistas de la obra, y el director, empezaron a darse gritos por una tontería. La gente simple no tiene derecho a fajarse pero obviamente estaba sucediendo. Y como se amenazaron con entrarse a golpes y todo, yo, que no dejo ni dejaré nunca que nadie le grite a los míos, me vi en la necesidad de intervenir. Y ahí la pelea sí que se puso horrible (recuerden que soy una estrella) y terminó conmigo cogiendo a mi novio por una mano y saliendo de allí para siempre.

Y así fue como me jodieron a mí. Mi novio hacía mucho que quería irse de la obra porque el éxito de todo el mundo menos de él lo aplastaba demasiado (el mío en particular lo laceraba profundamente) e incluso estaba en otro grupo ya (el de César Montero, curiosamente). Por el otro lado, si bien sé que al director y al resto del grupo les afectó mi ausencia (la de mi novio se podía llenar) lo cierto es que se buscaron a alguien más y siguieron haciendo la obra sin mí. Y yo me quedé en la calle. La estrella. Mientras alguien hacía mi Lady Bracknell. La que yo llené de gags y efectos. La que Oscar Wilde escribió pensando en mí. Escribiendo esto me doy cuenta de las mierdas que yo he tenido que afrontar en mi existencia.

Unos meses después mi novio me dejó por otro hombre. Sí, señores: así funciona la vida. Como si uno pudiera quedarse más vacío. Para colmo comencé con unos parásitos (cuando uno tiene las defensas bajas todo lo coge) que me tenían tirado en el piso todo el tiempo contorsionándome del dolor. Pero en medio de todo aquello me demostré a mí mismo, como diría mi amigo Adolfito, la verdadera importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo. Primero, volví a Ekos Teatro. Le dije al director entrando por la puerta: “Ni te voy a pedir disculpas ni las quiero de ti. Yo te hago falta y ustedes a mí. Te garantizo que no habrá peleas esta vez y que seré tan bueno en escena como siempre”. Ese año gané de nuevo el premio de actuación por interpretar al súper carismático Marcio, rey de los sabinos.

Pero más que nada me lo demostré por un monólogo que yo mismo escribí y que, junto a “Historia de Madera”, son el inicio de mi literatura personal. Una literatura que quizás parta del dolor pero que llega a otros lugares y hace que uno (o al menos yo) olvide su origen y se deje llevar por el producto final. La magia del arte, creo que lo llaman. Fue así como adapté un cuento de Gabriel García Márquez llamado “El ahogado más hermoso del mundo”. Un cuento maravilloso de dos hojas en el que nadie hablaba y que yo convertí en un monólogo con seis personajes que hablaban durante una  hora y media. Todo estaba ahí: mi éxito venido abajo, mis decepciones de los demás, mi compleja personalidad. Todo puesto en la boca de seis personas aparentemente muy diferentes a mí. Puesta en la boca de personajes reales y maravillosos que yo mismo inventé como homenaje a uno de mis autores favoritos y a mí mismo. Definitivamente el origen de mi literatura.

El día que lo interpreté por primera vez (solo lo hice dos veces) pensé que todo iba a salir mal. Jamás lo había ensayado a causa de los dolores, no me sabía bien el texto (¡una hora y media hablando yo solo!) y ni siquiera se lo había dicho a mucha gente. Pero fue un éxito. Lo suplí todo con verdadera personalidad, carisma y profesionalidad. Y más que nada: pasión. Yo soy otra persona cuando actúo. Una que no se acordó de sus problemas ni dolores, y se dedicó a brincar, saltar, y hacer reír y llorar a todo el que estaba ahí, los cuales no dudaron en pararse y gritar “Bravo” como casi siempre que me paré en un escenario. Pero esta vez, por razones de profundo compromiso conmigo mismo, me gustó más. Fue como si hasta hacía un año hubiese sido un niño talentoso y ahora era un verdadero adulto. Uno que había transformado lo malo en aplausos.

Y con el buen sabor que me dejó “El ahogado más hermoso del mundo” me despedí del teatro universitario. Tan solo en mi tercera temporada. Llegó un momento en que estaba fajado con todo el mundo (con nadie en Ekos Teatro, los cuales siempre fueron fabulosos, pero con el resto del mundillo universitario sí) y la cosa se iba haciendo insostenible. Así fue como me retiré, aunque comencé a ser el presentador de los festivales de la FLEX, donde hice y deshice como me dio la gana y así me hice famoso en mi propia facultad que, al sufrir de fatalismo geográfico y estar muy lejos de la universidad, nunca me había conocido en mis días de esplendor actoral. Sin embargo, la causa fundamental de mi abandono del teatro universitario fue mi entrada en ese mismo 2006, al teatro profesional. Y nada más y nada menos que al Buendía.

Intentaré ser lo más breve que pueda hablando sobre mi paso por el teatro profesional ya que la recuerdo como una de las peores etapas de mi vida. Cuando llegué (el mismo director de siempre era uno de los asistentes del Buendía y tuvo la oportunidad de dirigir una obra a ese nivel y me incluyó a mí ya que yo siempre lo había hecho quedar bien) supe que aquel era el momento. Yo, quien me había demorado 20 años en comenzar en la actuación por complejos y vagancia, tan solo tres años después entraba por la puerta grande - gracias solamente a mi talento - en uno de los mejores grupos de Cuba, dándome incluso el lujo de ser estudiante de otra cosa y sin esforzarme mucho. De ahí a hacer una película (televisión jamás a no ser que sea una serie de HBO) y ganar un Oscar era solo cuestión de tiempo. El verdadero triunfo del talento por encima de todo.

Pero, lamentablemente, no fue así. Y ni siquiera sé muy bien qué fue lo que pasó. Primero fue la calidad de la obra, la cual nunca me gustó. Ser el protagonista de una obra de dos horas que no te gusta puede ser muy peligroso. Pero siempre confié en que, una vez estrenada, con la magia del público, todo se solucionaría. Como cuando “El ahogado más hermoso del mundo”. Pero allí no mandaba yo, sino otra gente, y como le ponían la etiqueta de “profesional” a todo aquello (no lo era en el sentido estricto, créanme) ninguno de mis éxitos o experiencia pasada contaba. Total, si lo hubiera hecho a mi manera, habría salido muchísimo mejor. Pero…

Lo peor de todo eran los ensayos. Ensayábamos seis días a la semana, cinco de ellos desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche (porque yo tenía que ir a la universidad de día), lo cual nos laceraba profundamente a todos. Los problemas cada día eran mayores (mi relación con el director siempre fue mala y a pesar de que discutíamos menos puedo garantizar que nos odiábamos más) y el tiempo pasaba y pasaba sin estrenar. Empezamos en agosto con probable fecha de estreno en octubre, pero luego hubo que cambiarla para febrero del año siguiente (¡!) y al final se estrenó en abril. Casi un año ensayando a ese ritmo nos dejó trastornados a todos. Para colmo, casi suspendo japonés en la universidad (¿yo suspendiendo algo?) y estaba extremadamente molesto porque no tenía ni tiempo para tener sexo (¿yo sin tener sexo?). Y ni pensar en una relación seria porque no tenía ni tiempo para conocer a nadie cuando todo era casa-universidad-teatro-casa.

O sea, me sentía mal todo el tiempo. Y solo había un culpable: el teatro. Cuando se estrenó la obra fue aún peor. A nadie le gustó. Si bien no lo dijeron (Ray sí porque es mi hermano) yo lo sentí. De todas formas, al igual que con el éxito, yo nunca he necesitado que nadie me diga que lo que estoy haciendo es una mierda para saberlo. No era por mí y todos lo sabíamos pero al final era lo mismo. Para colmo, tres funciones después del estreno, se cayó el techo del Buendía y tuvimos que empezar a hacer la obra en el patio, con cada día menos y menos público. Pensar en hacer una obra de máscaras durante dos horas tres veces por semana al aire libre y para tan solo 8 personas es lacerante. Sobre todo para una estrella como yo que necesita que le griten “Bravo” y se queden con la boca abierta cuando lo vean actuar.

Y así fue como un día, casi por casualidad, me encontré a un hombre que me gustó mucho. Es increíble cómo los tres hombres más importantes de mi vida han aparecido por primera vez juntos en un post (o al menos los tres con los que más tiempo he perdido, lo cual no siempre es lo mismo). Y esa sí fue la muerte del teatro para mí. Me escapaba para no ir a ensayar y quedarme teniendo sexo, él me esperaba a la salida de los ensayos y durante la obra iba y nos ayudaba detrás del escenario (el resto de las actrices lo adoraban) donde teníamos sexo en los breves momentos en que yo no estaba en escena (hacía lo mismo con el otro en “La importancia de llamarse Ernesto”, evidentemente actuar me pone caliente). Resumiendo: mi vida dejaba detrás los días oscuros.

Y así fue como abandoné el teatro. Al finalizar la temporada con la obra me dije que me daría un año de receso (hasta graduarme), luego me buscaría un trabajo que no me robara mucho tiempo y volvería a las tablas. Después de todo solo tenía 24 años; tenía tiempo todavía para demostrarle al mundo la verdadera importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo.

Pero no lo hice. Nunca regresé. Sí, amigos: he necesitado de ocho páginas para contarles uno de los mayores traumas de mi vida.

Mi última función la hice bien. De hecho, fui perfecto. La hice como siempre hubiera querido hacer la obra desde el inicio. Quizás algo me decía que sería la última vez en mucho tiempo que actuaría. Para colmo, había hasta bastante público. Recuerdo que yo no podía decir ni una sola palabra en la vida real porque estaba ronco pero en la obra nadie se dio cuenta. Cuando uno actúa uno no es uno mismo y se sobrepone a lo que sea. No hubo “Bravos” ni bocas abiertas, pero estuvo bien. No fue el día de mi debut en el teatro con “Historia de Madera”, no fue para nada como mis días de gloria con Lady Bracknell, no fue como el día en que mis dolores se convirtieron en “Bravos” con “El ahogado más hermoso del mundo”, pero estuvo bien.

Y así, calmada y tranquilamente, para irme a tener sexo y estudiar japonés, dejé la actuación. Siempre pensé que me iría dando gritos y fajado con todo el mundo pero no: fue tranquilo, lo cual, de cierta manera y visto en la distancia, lo hace muchísimo más doloroso.

Las causas por las cuales nunca regresé las desconozco. O quizás sí me las sé pero no sean de suficiente peso. Por una parte, yo me siento estrella al mismo tiempo que soy un perfecto desconocido. Peligrosa combinación. No puedo ir y decir que me den el mejor protagónico del mundo pero al mismo tiempo no tengo ganas ni voluntad de regresar a las capas inferiores y empezar de nuevo desde cero. Por otra parte, el teatro está muerto en Cuba y cualquiera que diga lo contrario es porque adolece de buenos referentes teatrales. No hay pasión, no hay calidad, no hay guiones, no hay nada. ¿Buenas actuaciones?: sí, a veces, pero cada vez son más raras de encontrar y no van aparejadas a buenas obras. ¿De veras vale la pena luchar por triunfar en un mundo que no tiene un presente? ¿En el que lo único que hay es envidia y problemas y no éxitos ni realizaciones espirituales? Cosas como esas decepcionan.

Hay más causas. Quizás yo sea vago. Quizás los hombres me hagan perder mucho tiempo (horrible causa). O quizás, incluso, mucho de mis complejos no se me hayan quitado, después de todo, y me digo que no quiera regresar por temor a afrontarlos. O quizás - esta es la más probable - sepa que mi camino en la vida va por otro lado y tuve que dejar de perder energía en el teatro por mucho que me gustara para poder llegar lejos en otras cosas. ¿Qué otras cosas? Pues no las sé definir a ciencia cierta, pero si sé que existen. Quizás la literatura.

Hace dos años mi amigo Reinaldo me pidió que le interpretara un monólogo corto para su curso de dirección teatral. Un monólogo de un campesino que carga a su hijo herido todo el tiempo mientras huyen de unos perros y que al final de su diatriba descubre, ya increíblemente fatigado, que su hijo, sobre él, lleva rato muerto. Lo ensayé dos días y lo actué para seis personas. Y fui inconcebiblemente genial. Mientras lo actuaba yo mismo me decía: “No seas tan bueno, no seas tan bueno, después te vas a sentir mal contigo mismo”. Pero no pude evitarlo. Imagínense que ahora deje de escribir de un día para otro y dentro de tres años me digan: “Escribe dos hojas. Solo dos hojas”. ¿Qué escribiría yo en esas dos hojas? Pues así mismo fueron mis 15 minutos cargando a mi amigo Reinaldo, llorando, escupiendo y simulando que me caía por el peso de mi hijo cuando en realidad, como todo actor que no es él mismo sino otro, casi ni sentía el peso de mi amigo. Aquellas seis personas se quedaron con la boca abierta. La magia del teatro se había realizado. Al llegar a mi casa, como era de esperar, tuve un ataque de depresión enorme y me dije a mí mismo que hubiese sido preferible mil veces no ser talentoso para algo que de todas formas no se podía desarrollar después.

Nunca digo que soy actor (digo: “yo hice teatro” cuando no me queda otra oportunidad) porque me da urticaria que me confundan con una de esas horribles personitas que no hace nada en la vida y está en algún grupo de mala muerte para ocupar sus días libres. O con esos otros que, como no son buenos en lo que hacen, se dedican al arte como hobby, donde tampoco son buenos. Sé de lo que hablo. Hay que decir que presento una aversión sincera y honesta por el mundo del arte y sus hienas. Los desprecio. Conocí también a mucha gente buena (como actores o como personas e incluso, en raros casos, como ambos) y por supuesto que no me refiero a ellos. Ellos mismos podrán decir que son minoría en ese mundo.

De mi paso por el mundo del teatro no conservo ni fotos. Quizás una por algún lado, pero no más. Guardo los premios de papel y algún recorte del periódico Granma que dice mi nombre al lado de “mejor actuación masculina por La importancia de llamarse Ernesto”, pero no mucho más que eso. A veces me encuentro a alguien todavía que me pregunta si estoy haciendo teatro y le digo que no, que quizás en el futuro. Creo que si digo que nunca más lo haré, me dolería demasiado. Entonces ellos, como reloj, me dicen el nombre de la obra en la que me vieron y comienzan a describirme mi propio personaje como si yo nunca lo hubiera visto y hay hasta quien me recuerda los parlamentos. Y yo me emociono y digo el parlamento con la voz con la que lo hacía y ellos gritan entusiasmados. Y luego agregan en su euforia: “¡Tú eras lo más grande!” y yo digo contento: “¡Lo era!”. Y después nos quedamos sonriendo sin decir nada, hasta que damos un suspiro los dos y me quedo melancólico.

Y es que yo soy un buen actor. Uno, incluso, que podría llegar a ser brillante (hice algún que otro papelazo, sobre todo en las primeras etapas, así que me limito a mí mismo y me considero como “que podría llegar a ser brillante”). No son solo el carisma, la personalidad, la memoria letal, la capacidad de improvisación, la buena dicción, el ego alto o la necesidad de atención y de reconocimiento inherentes a todo aspirante a actor. Es mucho más que eso: es mi relación intrínseca con mis personajes lo que me hace un buen actor. Los conozco desde que comienzo a interpretarlos, los defiendo con fuerza y con pasión y nunca una palabra que salga de sus bocas será falsa. Será siempre su verdad. Si a eso se le suma que yo soy una persona compleja, intensa, entretenida e inteligente, podrán imaginarse los personajes resultantes. Por suerte, algunas de esas virtudes me las llevo también a la escritura.

Quizás algún día regrese a la actuación. Podría fugarme a Broadway o a Hollywood (¿qué tengo yo que perder?) y trabajar como camarero mientras espere audiciones. De que tendría más historias en mi blog, eso es seguro. Quizás todo esto no sea más que una pausa para verlo todo más claro. No sé, ya veremos. Recuerden que decir que nunca más haré teatro podría dolerme profundamente. Así que no lo digamos: juguemos con la posibilidad de un futuro (y uno brillante). Después de todo, siempre tendré el permiso de mi profesor de cerámica para regresar al teatro.

Porque actuar es para mí un juego entretenido. Un gasto de testosterona bien empleada. Y dejo para el final la sensación que me produce el hacerlo porque es mi momento favorito del teatro. El momento que lo justifica todo, al margen de los problemas, de las decisiones, de las calificaciones. Esa sensación - única e increíblemente vivificante - que uno experimenta cuando se apagan las luces y se oye al público del otro lado, relajado, sin preocupaciones, como se va callando poco a poco, mientras otra actriz te dice bajito en la oscuridad de las patas del teatro: “¡Qué nervios!”. Y tú avanzas, con un latir en el corazón que es pura adrenalina, con una pasión y un miedo para el que ningún ensayo te prepara, con una mano que siempre tiembla, y respiras hondo y cierras los ojos. Entonces se prende la luz y uno ya no es uno mismo, la mano no tiembla, no ves nada, olvidas tu corazón, y una voz que no es la tuya sale de tu garganta y dice, cínica, serena, magnífica: “Algernon, querido, soy yo: tu tía.” Y entonces se hace la magia del teatro.


PD: Este post originalmente se llamaría “Ser o no ser (actor)” y no se lo dedicaría a nadie, pero ahora, al releerlo para publicarlo y hacer un recorrido como lector por mi propia vida actoral, me doy cuenta que se lo quiero dedicar a alguien: a mí mismo. Hice lo que tenía que hacer en todo momento y no me arrepiento de nada. Me siento orgulloso de la forma en que pasé por el teatro, de las decisiones que tomé y de lo valiente que siempre fui. Y más que nada me siento orgulloso de mí mismo porque soy un buen actor y siempre lo seré. Quizás algún día regrese a las tablas y, si lo hago, pueden estar seguros de que esta vez sí le enseñaré al mundo entero - como diría mi amigo Adolfito - la verdadera importancia de llamarse Raúl Reyes Mancebo.



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