miércoles, 27 de noviembre de 2013

La boda


Primera parte: La vida antes del “sí: acepto”

Jordan y yo nos conocimos en una vida anterior. Yo tenía 21 años, estaba en el primer año de la universidad y recién descubría dos fenómenos en los que luego me especializaría: el sexo casual y el flirteo online. Aquellos días larguísimos en el laboratorio de computación de la facultad a cualquier hora, desde la mañana hasta casi la noche, evadiendo turnos, colándome en horarios que no eran míos, almorzando rápido para tener más tiempo frente a la máquina antes del primer turno de la tarde, revisando el correo lo mismo en presencia de cientos de personas en las horas más congestionadas que acompañado solamente por otros flirteadores compulsivos y jineteros intelectuales en la calma post cinco de la tarde, constituyeron un sólido pilar en la formación de mi carácter donjuanesco.

Al margen de algunos nacionales para saciar mi siempre inquieta libido, la verdadera novedad era la comunicación con extranjeros. Aquella era la oportunidad, largamente esperada aún sin saberlo, de tener contacto, aunque fuera lejano y virtual, con hombres como los que veía en las películas: rubios, lindos y con pensamientos que no incluían la comida, los cuales – si uno tenía suerte – podían responderte incluso hasta en menos de una hora. Así, para cuando nos botaban a todos del laboratorio al caer la tarde, me iba conversando con Ray, Kadir, Pepe o cualquier otro adicto como yo, sobre suecos y argentinos que al día siguiente darían su veredicto sobre la única foto digital sin ropa que tenía – y que tendría por siglos –, la cual había logrado enviar un segundo antes de que el administrador de redes me apagara personalmente la computadora porque yo no acababa de hacerlo.

Jordan, por su parte, era aún más joven que yo – 19 y no rubio, aunque con el resto de las virtudes que yo buscaba en un foráneo – pero comenzaba a saturarse tempranamente de su entorno quebequense. Su madre, su novia, la carrera que estaba a punto de comenzar, su sexualidad reprimida... Fue así que decidió tomarse un año de vacaciones de todos sus problemas – definitivamente un no cubano – y darle la vuelta al mundo. O al menos a lo que él consideraba como el mundo, constituido por Puerto Vallarta, tres islas del Caribe, seis países europeos y Tailandia.

De esta forma, gracias a nuestras ansias mutuas de explorar territorios inéditos y a una página de encuentros de cuyo nombre  no me había acordado en centurias hasta hoy, hicimos contacto unos días antes de su viaje a Cuba en aquel lejano 2004. Y aquella tarde de jueves fui a buscarlo a su hotel – de cuyo nombre sí que no puedo acordarme – enfrente de la playa, para materializar nuestro ingenuo y lascivo choque de culturas. Luego de pasar la tarde hablando de nuestros mundos respectivos en mi recién aprendido francés, terminamos eventualmente revolcados en la arena, oliendo el aliento de hombres que venían de otros lados, besando bocas que hablaban otras lenguas y tocando cuerpos que se alimentaban de otras maneras, para constatar así que el mundo, en efecto, es vasto, lindo y digno de ser explorado una y mil veces.

Por años y años por venir, Jordan sería el único extranjero en mi lista. Nunca hubo otro. Luego cayó aquel rayo que cambió para siempre el curso de mi facultad, lanzándonos a todos en una búsqueda frenética de conexión con el mundo por el resto de las facultades durante casi un año, que provocó que solo los más tenaces pudieran conservar sus antiguos contactos. Y aunque fui de los que más luchó, inevitablemente perdí a la mayoría de mis amigos/amantes virtuales de todas partes, a los que nunca llegué a conocer personalmente. Entre ellos, a un Jordan que envió algunos correos después pero al que la fragilidad de las vías de comunicación terminaron también por hacerlo desaparecer en la vastedad de las redes informáticas, llevándose sus pensamientos desarrollados, su vida diferente y sus cabellos no rubios al lugar inaccesible y lejano de donde había venido.

Casi diez años después, mi vida es completamente diferente. El sexo casual y el flirteo online me son tan afines que tengo un blog donde escribo sobre ellos con la veteranía y la acidez de un militar de guerra. Nunca pensé vivir en Montreal pero aquí estoy, tengo cientos de fotos digitales sin ropa, y de la numerosa cantidad de amantes que he tenido desde que estoy aquí – les iba a poner la cifra aproximativa pero ese será el tema de un post por venir – solo cuatro han sido cubanos (y dos de ellos ni siquiera supe que lo eran hasta que ya estábamos a mitad de torneo) así que sobra decir que he aprendido muchísimo de los cinco continentes, experimentando de primera mano la exuberancia de nuestro hermoso planeta. Pero más que nada, un algo inocente que hubo por algún lado alguna vez, que me hacía esperar con anhelo y emoción el veredicto de fotos, las proposiciones de noviazgos o la aparición de personas especiales, ya fueran foráneos o nativos, hace mucho que desapareció – para bien o para mal; me da lo mismo – marcando desde entonces el inicio de mi vida presente.

Una noche de cacería habitual en un bar, me reencontré con Jordan. Por supuesto que recordaba que él era de aquí, pero en mi mente nunca hice una asociación entre el pasado y el presente, así que encontrármelo nunca había sido ni siquiera un pensamiento. Cosas que tiene uno que olvida que los hombres del pasado lejano siguen respirando y tienen una vida al margen de nosotros. Además, ese inaccesible y lejano Montreal de Jordan no tenía ningún punto de contacto con mi materializado y tangible Montreal del presente. Pero una vez que mi mente detectó que era él, y analicé con algo de frialdad lo lógico de las probabilidades de aquel encuentro, no me quedó dudas de que aquel muchacho casi al lado mío era el mismo que una vez, en una vida pasada, se me había perdido en el vasto ciberespacio.

Estaba en una mesa no lejos de mí (yo estaba en la barra como todo buen cazador solitario) rodeado por cinco o seis más. Primero pensé un casual “yo a ese hombre lo conozco”, pero luego de hacer un inventario mental que no iba más allá del último año, abandoné el escaneo y me dije que – como siempre pasa - ya me acordaría en algún otro momento. Lo que aquel momento llegó mucho antes de lo esperado y me afectaría más de lo que podría haber imaginado en un inicio.

Ya estaba yo en la pista echándole el ojo a uno sin camisa cuando me vino de golpe la respuesta. ¡Jordan! ¡Yo corriendo para enviarle correos desde la facultad de Física! ¡Mi juventud en aquella playa! ¡Mi juventud en este bar! ¡¡Ahhhhh! Un torrente de sentimientos, en su mayoría positivos e intensos. Volví casi corriendo al mismo lugar que estaba antes y empecé a mirarlo a escondidas desde la barra para convencerme de que era él. Solo lo había visto en persona aquella vez pero cada movimiento que hacía me lo recordaba más. Un par de gestos de los que nunca más me había acordado pero que al verlos se hicieron familiarmente conocidos, además del análisis racional de las lógicas probabilidades de que fuera él, terminaron por convencerme: era Jordan.

Una vez que esto fue una certeza, me dije que tenía que abordarlo. Obvio, ¿no? Pero los otros no se apartaban de él y tampoco era la más fácil de las presentaciones. "Hola, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos hace 10 años cuando tú casi no eras gay y nos metimos mano en una playa en Cuba". No: aún a solas sería algo incómodo; delante de todos esos era una locura. Pero ninguno se despegaba. Así que después de esperar unos 15 minutos en los que ni uno solo se levantó para ir al baño, me dije a mí mismo que ya yo había esperado casi 10 años como para dejar que un grupo de pajaritas me hicieran esperar un segundo más. Uno no puede dejar pasar las cosas importantes de la vida por culpa de nimiedades intrascendentes. Así que me paré, me tragué mi cerveza de un tiro, me miré en un espejo de una de las columnas de la barra, me arreglé el pelo, me enderecé la camisa, y saqué mi rifle de caza.

"Hola", dije para todo el grupo pero mirándolo solo a él. Los homos detuvieron su conversación y se viraron todos hacia mí, mirándome como si en vez de pajaritos en un bar fueran un grupo de cirujanos interrumpidos en medio de una operación. Hay que tener un buen par de cojones para pararse frente a un grupo de homosexuales jóvenes que conversan. Ellos pondrán su cara más bitchy, te mirarán de arriba a abajo, y te juzgarán tomando a Hugh Jackman como punto de comparación. Todos son iguales. Pero adivinen cuál de vuestros blogueros favoritos tiene los testículos para este tipo de situaciones.

Como si yo hubiese hablado en maya, ninguno contestó. Maleducadas. Pero más que su respuesta yo buscaba su silencio. "Nosotros nos conocemos", le dije a Jordan con la seguridad y la confianza del que se las sabe todas. Él sonrió con vergüenza. Las pájaras lindas - nunca dije que no fueran lindas - miraron a Jordan, a mí, se miraron entre ellas y, como era de esperar, se rieron no muy sutilmente. "No lo creo", dijo él. "Tuvimos sexo", dije yo como si no hubiese oído nada. Los otros, sumamente escandalizados, pusieron cara de horror. Odio cuando los homosexuales tienen estas expresiones de pudor ridículo justo cuando el día anterior estaban revolcados en matorrales con negros desconocidos. Pero bueno, con estas vacas hay que arar.

"Me alegra mucho verte de nuevo", le dije y esbocé una sonrisa sincera. Él, aunque algo incómodo, también sonrió. Creo que una de las pájaras también. Las otras seguían con su más terrible actitud. "Adiós", dije, todavía sonriendo. "Adiós", dijo él. Viré la cara y me alejé, mientras oía a todos reírse en alta voz. Pero mi trabajo estaba hecho; ahora solo tenía que esperar.

Estaba de nuevo en la pista, viendo al que no tenía camisa besarse con otro que no tenía dignidad, cuando Jordan se acercó. Bien por mi plan. "¿Qué fue eso?", me dijo tranquilamente. "No recuerdo haberte visto en mi vida". Tenemos que entenderlo: si yo, que fui el que vine a su ciudad, tuve problemas localizando a Jordan en mi mente, imagínense a él, que la única vez que me vio fue hace diez años, con un bigote de menos, aún más flaco y en un país del que no se puede salir. Naturalmente, no tenía ni idea de quién podía ser yo. "Nos conocimos en una vida anterior", le dije, tomándole una mano, poniendo la otra en su cintura y el mentón en su hombro. A veces me arengo derechos especiales sobre las personas que han pasado por mi rifle de caza. Él no se resistió a ninguno de estos atrevimientos físicos, pero me dijo: "Ya basta".

“Cuba”, dije. “Hace unos diez años. Una vez. En la playa”. Todo esto sin mirarle a la cara. Seguí con mi mentón en su hombro y dejé que tuviera su propio momento de lógica reflexión. Cuando estuvo listo, él mismo me separó la cara de su hombro, me miró de cerca, me examinó unos segundos para confirmar lo que le había venido a la cabeza y dijo: “Por Dios”.

Una hora y media después estábamos todos borrachos: Jordan, las pájaras y yo. “¡Cayó el rayo y nunca más tuve correo!”, grité y todos gritaron. “¡Yo viajé tres veces más a Cuba!”, gritó Jordan y todos gritamos. “¡Y luego se encontraron diez años después en un bar por accidente!”, gritó una de las pájaras y todos gritamos. “¡Y estaba rodeado por ustedes y no me dejaban acercarme!” Gritos. “¡Me alegra mucho verte de nuevo, Raúl!” Gritos. “¿Cómo estás, mi lindo Jordan?” Gritos y repetición de “mi lindo Jordan” por todos. “¡Bien: me voy a casar!” Gritos y aplausos.  

“¿Qué? ¿Te vas a casar? ¿Con quién?”, grité. “¿Qué? ¿Te vas a casar? ¿Con quién?”, gritaron los demás. Los miré a todos una sola vez para indicarles que el cano alcohólico había terminado. "Con Étienne. Me casaré con Étienne", dijo con extrema naturalidad, como si yo supiera quién era Étienne. Ahí sentí realmente todo el tiempo que había pasado desde aquella vez que nos vimos. En esa ocasión su universo era su madre, su novia, su futura carrera, su sexualidad reprimida... Ahora había un Étienne, lo suficientemente poderoso no solo como para ponerle un anillo en el dedo, sino además para lograr que se refirieran a él con una naturalidad tal como si siempre hubiese existido. Al constatar cómo cambian los mundos de las personas en 10 años, sentí algo de nostalgia.

“Felicidades", le dije y levanté mi vaso. Él agradeció con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Nos miramos con ternura en silencio mientras los demás gritaban por otras cosas. Al salir del bar, intercambiamos teléfonos y nos despedimos afectuosamente. “Me alegro mucho de haberte encontrado”. “Me alegro mucho que me hayas encontrado. No te pierdas otros 10 años”. “Trataré de no hacerlo, pero si lo hago, muchas felicidades desde ahora por la graduación de la primaria de tu segundo hijo.” Reímos.

Fue una linda historia, después de todo. Un reencuentro que jamás pensé que podría ocurrir. Un recordatorio de los días en los que empezaba a conocer el mundo. Y también una manera única de comprobar cómo puede cambiar la vida de alguien en un período de tiempo determinado. Aquel Jordan que tantos años vivió en mi cabeza como un muchacho algo reprimido e inseguro era ahora un hombre perfectamente equilibrado que se iba a casar con otro hombre sin ningún tipo de trauma por ningún lado. Pero precisamente el pensamiento de su boda me dejaba un sabor de malestar. Y no porque estuviera un poco celoso – lo estaba – sino por la actitud que siempre he tenido ante el matrimonio.

Yo no tengo ningún respeto por el matrimonio como institución. No creo en él. Inconsciente – y conscientemente también – no puedo dejar de tener pensamientos negativos cada vez que alguien me dice que se va a casar. Siempre me viene a la cabeza la imagen de personas firmando para entrar en una prisión (y para colmo haciendo una fiesta carísima para celebrarlo: ¿están locos?). Pero para que entiendan un poco mi manera de pensar (no para que la compartan; sé que estoy solo en esto) hagamos un poco de historia.

Yo soy hijo de una relación extramatrimonial (“un tarro” para los que se trocan con palabras de más de 4 sílabas). Desde que nací, mi papá vivía con su familia y yo vivía solo con mi mamá. Así que nada de cretinidades desde pequeño de “mi papá y mi mamá se conocieron en tal parte, se casaron y me tuvieron a mí y a mi hermanito en no sé dónde”. Nada de eso. “Mi papá nunca se casó con mi mamá y vive en su casa con su esposa y mis hermanos, los cuales son mayores que yo.” Aquello no entraba en la cabeza de mis amiguitos, quienes insistían en que mis hermanos tenían que ser menores que yo, como los hermanitos de no sé quién, el cual tenía padres divorciados. Así que desde niño siempre supe que mi visión del matrimonio era diferente a la de todos los que me rodeaban (porque – y sé que deben haber muchos – nunca me encontré a otro niño hijo de tarro como yo. Si alguno está leyendo esto, dé un paso al frente y diga: “Presente”. La primera cerveza va por mí).

De ahí que nunca tuviera que sufrir – como mis amiguitos sufrieron después – que mis padres se divorciaran, mi papá le diera golpes a mi mamá, o mi mamá se acostara con otros hombres cuando papi estaba de viaje. Supongo que también me perdí que mis padres fueran a la escuela de la mano o alguna otra cosa positiva (ahora no se me ocurre ninguna), pero nunca – ni una sola vez – deseé que mis padres estuvieran casados.

Muchos años después, mi primera pareja fue un hombre casado. Casado y con un hijo (que estaba más cerca de mi edad que la de él). Otra visión negativa del matrimonio. Esta vez peor aún. Pensé en mis amiguitos de la infancia descubriendo que papi se acuesta con un adolescente varón mientras mami te está yendo a buscar a la escuela. Asqueante. Luego de eso me he encontrado tantos casos de padres de familia que se van a pescar una vez por semana con su mejor amigo – el padrino de sus hijos – pero que en realidad están metiéndose mano en un motel, y tantas esposas devotas que todavía tienen sexo con sus amigas de la universidad cuando se supone que estén en la peluquería, que ya ni siquiera pienso en eso como algo raro.

Así que considero que el destino ha querido que yo esté siempre del “otro lado” para que pueda ver el matrimonio como lo que es: una asociación de mentiras y engaños. Pero supongamos que no hubiese traiciones (tiene que haber gente que no engañe, ¿no? Ahora es el momento en que usted piensa en sus padres o en sus cónyuges... pobres ilusos), que no hubiese golpes y que en efecto, fuera una asociación donde prima la confianza, la seguridad y el amor. Aún en este caso, el matrimonio sigue teniendo – para mí - un defecto peor que las mentiras: es el fin de la diversión.

Se acabó. Luego de firmar y decir “sí: acepto” se acabó la fiesta. A aburrirse se ha dicho, a buscar otras cosas en qué pensar, a dedicarse a sus carreras, a tener hijos para olvidar lo mucho que se aburren el uno con el otro. Por supuesto que también se unen más y llegan a ser como dos hermanos. Pero nada de corazones que vibran estrepitosamente, nada de inseguridades y vulnerabilidades que te llevan a sentirte vivo... Nada: se acabó todo; fue un “sí, acepto aburrirme hasta que la muerte nos separe”. Créanme, si Leonardo di Caprio no se hubiera muerto gloriosamente en ese Titanic y se hubiese casado con Kate Winslet, ambos hubiesen terminado como los personajes de Revolutionary Road. Gracias a Dios, la muerte intervino a tiempo (es broma, es broma).

No confundir mi postura ante el matrimonio con miedo ante el compromiso. Si una pareja me dice que son novios desde hace 25 años yo enseguida pienso que eso es amor real. Podían haberse separado 100 000 veces luego de alguna pelea o de lo que fuera y sin embargo, 25 años después siguen juntos. Por otro lado, si alguien me dice que lleva 25 años casado y tiene 3 hijos enseguida pienso que han sido lo suficientemente cobardes como para divorciarse. Pobres seres: retenidos en una vida sin emociones (o con emociones con otros que no son sus esposos) solo por demostrarle a la sociedad que ellos sí valen la pena (porque todos sabemos que lo único que se merecen los solteros y los que no tienen hijos es que los arrolle un carro y los saque de su miseria) o por miedo a la soledad.

Por supuesto que estoy exagerando pero creo que es necesario ante tanta teoría falsa de que el matrimonio es algo bello y hermoso, etc., etc., cuando gran parte de la gente casada, si bien agradece los domingos y los cumpleaños tener una “hermosa” familia, en el día a día viven carentes de emociones y extremadamente insatisfechos.

Que conste por algún lado que si bien soy lo suficientemente cínico como para explicar mi (brillante) teoría, no quiere decir que me haga mucha gracia. Yo quisiera realmente que los matrimonios funcionaran, que la gente fuera feliz cuando se casara, que a mis amigos les fuera bien después del “sí: acepto” y no tuvieran que buscarse amantes o hijos para hacérnoslo creer. A veces incluso me fuerzo a pensar: “ellos no: ellos se quieren mucho aunque se hayan casado y su matrimonio sí va a funcionar” ante personas que aprecio mucho y cuyas relaciones me parecen hermosas. Pero lamentablemente el primer pensamiento que me viene siempre a la cabeza cuando me anuncian un matrimonio es “ufff, se jodió la cosa”.

Pero salgamos de mi traumada cabeza y regresemos a la vida real. Dos días después de aquella noche de reencuentro recibí un SMS de Jordan. "¿Eras tú realmente?". "Era yo... Soy yo". "Debemos vernos". "Cuando quieras".

Después de dos horas a solas en un bar (otro bar) y algunos tragos (muchos menos que la vez anterior) se puede conocer mucho más a alguien. De hecho, yo nunca había conocido verdaderamente a Jordan. Así que aquella cita de actualización fue más allá del mero hecho de contarnos los datos esenciales de nuestra vida. Fue también una exploración de nuestras maneras de pensar y nuestros propósitos en la vida. Por eso no sonó muy grosero cuando le dije que no creía en el matrimonio. Estaba perfectamente imbricado en la conversación que estábamos teniendo.

Él entendió mi punto de vista y fue muy inteligente en su respuesta. “Creo que el error de las personas está en ver el matrimonio como el nivel superior entre dos entes que se aman. De ahí que una vez casado, uno se aburra pronto porque considera que ya llegó al final. Como si fuera ganar un nivel de un videojuego. Pero si se le ve como una fase intermedia entre el noviazgo y otra que viene luego, entonces el matrimonio solo será una etapa y no un objetivo final”. “Esta otra etapa sería algo como...”, pregunté. “No lo sé: quizás descubrir cuál es esa etapa sea la tarea luego del matrimonio. Así estará uno entretenido.”

Sonreí. “Me gusta eso. Es una buena teoría. El matrimonio ha de ser visto solo como una etapa, no como un objetivo final.” Brindamos. Ahí recordé por qué siempre había considerado que Jordan era alguien de pensamientos desarrollados y lo había extrañado tanto cuando desapareció (cubanos que piensan así... sí, claro). “Si alguien es capaz de pensar así, pues se merece ser muy feliz en su matrimonio”, dije. “Muchas felicidades”, agregué, algo más sincero que la primera vez. Ese Étienne definitivamente era un tipo afortunado.
  
Unas semanas más tarde recibí una llamada de Jordan. “Hey”. “Hola”. "Te tengo una invitación". "Si es a tu boda pues no tengo ropa, si es a la piscina de la calle Beaudry pues salgo enseguida", bromeé. "Es a mi boda". (¡!) “Oh, Dios. No puedo ir a tu boda”. “¿Por qué no?” “Pues por mucha razones. No conozco a tu novio, no conozco a tu familia... ni siquiera te conozco a ti...”. “Nosotros tuvimos sexo”. “Pues una razón de más para no ir”. “Oh, eso es una tontería. ¿De veras crees que conozco a todos los que van a mi boda?” “Tampoco bromeaba cuando decía que no tengo nada que ponerme. No tengo traje ni corbata ni nada de eso”. “No es una boda en la iglesia de Notre Dame tampoco; ponte un bow-tie y ya está” (me niego a traducir esa palabra: me gusta así).” “Mi único bow-tie es verde”. Se rió. “Pues ponte el bow-tie verde y ya está”.

“Ok: este es el asunto. Una amiga rompió con su novio. Ella insiste en que él está en Inglaterra pero la realidad es que creo que la dejó. Aunque no lo creas, tener un invitado de menos en una boda planeada es tan engorroso como tener uno de más. Así que necesitamos a alguien que ocupe ese puesto. Y estoy convencido de que tú serás la pareja perfecta para ella: la harás reír y no se sentirá mal por estar en una boda luego de que la dejaran. Y lo más importante: ocuparás la silla que dice “Tim” y los padres de Étienne no se suicidarán. Además, me alegra que estés ahí.”

Bien: esto es lo que me pasa por ser una persona tan simpática. Después de un silencio en el que yo procesé todo aquello, finalmente me expresé. “Creo que quiero golpearte”. “¿Eso es un sí?” “Es un sí”. “¡Perfecto! Te llamo por estos días para darte los detalles. ¡Gracias, te debo una!”. “Intenta que coja el bouquet por lo menos”. “No hay bouquet”. “Entonces intenta que me encuentre a un hombre lindo en esa boda”. “Bueno, yo estaré en ella”. “Alguno que no se esté casando ese día”. “Te quiero”. “Púdrete”.

Al colgar, busqué mi bow-tie verde y me lo probé. Mirándome en el espejo descubrí que – aún con mi inexperiencia en bodas, mis opiniones acerca del matrimonio y el hecho de que asistía a las nupcias de alguien que me gustaba – estaba a punto de presenciar de cerca por primera vez el nuevo juguete de la sociedad moderna. Algo que no se puede ver en muchos países y que para un cubano es casi impensable. Y ese solo pensamiento de desarrollo me convenció de asistir. Sí: estaba invitado a una boda gay.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

El retorno del estúpido escritor (a.k.a Raúl 31)


He cumplido 31 años. La anterior frase no debe ser leída ni como un reclamo desesperado e histérico a la vida ni como una sospechosamente excéntrica e innecesaria alegría. Lo más neutro posible: he cumplido 31 años.

31. Qué raro número. Qué rara la vida que nos hace cumplir 31 cuando hace tan poco nos hizo cumplir 22 y cuando hace tanto nos hizo cumplir 29. Pero - al menos para aquellos a los que el orden cronológico y lineal no se nos puede ni debe aplicar – la edad es un concepto extremadamente relativo. En mi caso, por ejemplo, cuando tenía 15 ya sentía que era un anciano y cuando cumplí 30 me parecía que estaba en el inicio de mi vida real. Por eso pido neutralidad cuando se hable de mis 31 años: no podemos todavía definir cuál será su relevancia en mi decursar por este mundo.

Para intentar familiarizarme con mi nuevo número asignado – del que nunca se oye hablar: ¿cuándo ha oído usted un “si llego a 31 soltero me suicidaré” o “en esa época yo tenía unos 31 años” o “la crisis de los 31 le ha dado fuerte” – me fui a Wikipedia, la cual no solo tiene como función actualizarnos de fútbol, describirnos un lémur o  contarnos hasta el último detalle del shutdown del gobierno de los Estados Unidos, sino que también puede ayudarnos a entrar en contacto con nuestras propias edades…Al menos a los geeks; un público algo más mundano optará por el siempre inefable alcohol.

Gracias a la siempre exhaustiva enciclopedia que cualquiera puede editar podemos resumir que 31 es el onceno número primo, el tercer número de Mersenne, el número atómico del galio, la cantidad de días que tienen los meses más carismáticos del año, el prefijo internacional para llamar a Holanda, el número que usan los porteros en el hockey sobre hielo, un juego de cartas, la cantidad de sabores de helados de la Baskin-Robbins y el apodo con el que se nombra a la masturbación masculina en Turquía. Además de – ¿cómo no me di cuenta antes? – el número  identitario de nuestro personaje intergaláctico favorito: Ulises. De esta forma, tan solo dos horas después de haber llegado a esta edad y en el momento en que otros ya estuviesen deprimidos ante la idea de otro año más que les caía encima, ya yo había reunido lo mejor de mi nuevo número y me había convertido en mi propio superhéroe personal: Raúl 31.

Me hice una fiesta de cumpleaños para celebrar la increíble persona que soy y para reunir a las personas que estimo en esta parte del mundo. Nunca me había hecho una antes. De hecho, las únicas fiestas de cumpleaños que he tenido en mi vida - mi padre y yo cumplimos el mismo día, así que siempre tenemos una fiesta en común, pero con la familia, no con mis heterogéneos (y no siempre precisamente “heteros”) amigos - fueron a los 3 y a los 7 años, y como se puede sobreentender no me las organicé yo mismo. Curiosidad: ¿Recuerdan que 31 era el tercer número de Mersenne? Pues los anteriores son...3 y 7. Algún valor especial tiene que tener que mis únicas fiestas de cumpleaños hayan sido en edades tan aleatorias como 3, 7 y 31, que justo coinciden con un tipo de número con características tan especiales que solo se han encontrado 48 (y eso que los números son de las pocas cosas que son infinitas). Como todo buen superhéroe, Raúl 31 comenzaba a recibir raras señales de las posibles causas y orígenes de sus extraordinarios poderes.

Aunque algunas de las personas que estimo (estimaba) no asistieron, la fiesta fue todo un éxito. Al menos para Raúl 31, quien saltó, bailó, picó el pastel como si se tratase de un corazón de caballo y él fuera Khal Drogo, y recibió numerosos e inesperados regalos (aclaremos que Raúl 18, Raúl 26 y Raúl 30 nunca recibieron nada, por ejemplo). Y se sintió bien al descubrir que sigue siendo esa persona excéntrica a la cual le gusta (no confundir con “necesita”) tener a todo el mundo girando alrededor de él. Especialmente si es gente buena, carismática e inteligente. Al final de la celebración, con todos los invitados ya en sus casas y los restos de globos, serpentinas, carteles y mucho alcohol tirados por todas partes, Raúl entró a su cuarto con la satisfacción del deber cumplido y la alegría de comenzar los 31 con el pie derecho.

Pero algo le faltaba en este inicio de 31 años. La satisfacción no era completa. Se dio cuenta que uno de sus poderes más especiales estaba completamente apagado. Y no hablo de un hombre (de hecho, tengo uno pero no hablaremos de eso hasta más adelante), ni de un amigo cercano en el cual confesarse, ni una familia a la cual regresar, ni la seguridad de un futuro estable, ni ninguna de esas cosas mundanas que atacan a los seres humanos, pero no a los superhéroes de 31 años.

Le faltaba uno de los poderes que descubrió tarde que tenía pero que lo elevó rápidamente - ante sus propios ojos y los de algunos otros también - a la verdadera categoría de héroe personal: escribir. Escribir, por ese orden, sobre él y el mundo que lo rodea. Escribir sus ideas radicales que pueden cambiar pero solo porque él lo decide, sus acciones que van de lo sublime a lo ridículo y de vuelta a lo sublime en poco tiempo, sus traumas más oscuros y sus momentos más brillantes. Escribir sus historias de superhéroe, sin importarle si se parecían a las de los demás o si eran auténticas, si eran ingenuas o trasgresoras, si estaban bien escritas o no. Solo escribirlas, releerlas un segundo y lanzarlas al mundo para que este aprendiera a lidiar con ellas y él pudiera sentirse que se liberaba un poco de la carga que conlleva el vivir mucho. Un superpoder de su propia creación al que había denominado “el estúpido escribir”.

¿En qué momento dejé de escribir? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? La respuesta está en uno de los grandes defectos de nuestro superhéroe (por supuesto que los superhéroes tienen defectos; tan relevantes como sus virtudes): el perfeccionismo.

Si alguno se toma el trabajo de ir al primer post de este blog, hace más de dos años, verán que hago referencia a ello. Siempre he sabido que es mi kryptonita, el arma que más daño me hace, el laser paralizante que anula todos mis poderes. Lo peor es que no depende de los demás: es algo interno regulado por mí mismo. Y si bien ningún villano podrá nunca vencer a Raúl 31, él mismo tiene la manera de neutralizarse y derrotarse.

Qué horrible defecto, el perfeccionismo. He estudiado mucho al respecto. Es tan simple de explicar como triste de admitir: uno, influenciado por conceptos propios y ajenos, así como por ejemplos concretos de lo que se puede considerar como bueno o malo, se crea en su cabeza la imagen de lo que es una obra perfecta. Luego, a la hora de ponerla en práctica e intentar materializar esta obra perfecta, nunca, por mucho que se haga, llegará a ser como nuestro modelo ejemplar, lo cual conlleva casi siempre a dos realidades concretas: o uno vive siempre con aquello de que su obra no es buena o decide abandonarla a la mitad para poder conservar en su cabeza la idea original (perfecta) en vez de degradarla a una horrible copia real. O sea: o uno es un artista extremadamente autocrítico y torturado o – peor aún - no crea nada nunca.

Es por esto que las escuelas de arte son tan peligrosas: enseñan un concepto de “arte perfecto” - cuando al final el arte no es una ciencia exacta - y logran que sus alumnos salgan todos torturados, viciados y carentes de una frescura que tenían cuando entraron a la escuela. Justo del otro lado están los que no se autocensuran y producen obras todas las semanas y a todas horas. El problema con ellos es que en la amplísima mayoría de los casos se trata de “artistas” extremadamente mediocres. En este grupo prolífico están también los genios, pero los genios son un caso que no admite estudio porque son aberraciones (en el sentido positivo) de la naturaleza. Y de todas formas al final la vida se venga cruelmente de la mayoría de ellos al hacerlos ineptos en muchísimos otros importantes rubros sociales (ya no suena tan positivo, ¿eh?).

Yo siempre me he considerado a mí mismo al margen de toda esta fauna de artistas torturados, pseudoartistas mediocres o genios esquizoides. Por ello estudié cosas no relacionadas con el arte, no me declaro “artista” cada 5 segundos (lo soy) y he intentado definir lo menos posible mi obra. Todo esto no en aras de una falsa modestia (esa historia de “yo soy mejor que cualquier artista pero no me declaro como tal” no solo es muy ridícula sino que además es muy 1968 y yo y los hippies no tenemos nada que ver) sino porque me conozco y sé que si intento definirme mucho puedo caer fácilmente en la categoría de “artista torturado” (“pseudoartista mediocre” o “genio esquizoide” jamás) debido a mi horrible defecto de ser perfeccionista.

Siguiendo esta cuerda, cuando empecé a escribir mi blog lo denominé como un “estúpido escribir”. No porque pensara que era inferior al de los demás – por favor – sino porque era una excusa mental, una licencia justificativa para poder sacrificar esa imagen perfecta de la obra que existe en mi cabeza y ser capaz de publicar algo.

Y me funcionó por un tiempo bastante largo. Escribía mis posts en cafés, autos, estaciones de metro, saunas (sí: saunas. Sin ropa y con hombres teniendo sexo al lado mío he escrito posts de este blog que ni siquiera trataban sobre sexo), aviones, islas remotas de Québec, el patio de la casa de mi familia en La Lisa…a cualquier hora, bajo cualquier estado de ánimo, solo o rodeado de 25 estudiantes que hacían un examen… Luego que terminaba, los releía, me decía “¡esto está mal!”, “¡repites mucho la ‘y’ y los adverbios en –mente!”, “¡este párrafo no tiene ninguna idea importante!” y luego yo mismo me llamaba a capítulo: “Pero este blog se llama “El estúpido escribir”, mi amor, así que lo coges y pinchas “publicar” así mismo”. Y así lo hacía… Tal modus operandi no he podido llevarlo todavía a mi literatura “seria” (de ahí que no haya ninguna novela todavía; quizás yo debería definir toda mi literatura como “estúpida” y ya está) pero al menos para mi blog me servía. Sabía que no era perfecto, pero por eso mismo me sentía más orgulloso de mí mismo: capaz de publicar algo que sabía imperfecto. En este tiempo, avancé muchísimo en mi lucha contra el perfeccionismo.

Y de pronto, me dejó de funcionar. Dos horas para escribir un párrafo, tres horas más para revisarlo, cinco minutos para borrarlo todo, declararme vencido y ponerme a hacer otra cosa. Retomar el texto cinco días después, odiarlo solo por haber sido incapaz de terminarlo, intentar arreglarlo, no lograrlo y volver a dejarlo…Un círculo vicioso torturante. Y no porque no tuviera nada que decir, no porque las palabras no me salieran, no porque las ideas se me hubiesen agotado, sino porque luego que escribía algo, allá iba a criticarlo, a cambiarlo, a mirarlo desde el punto de vista de mis detractores. Cada vez mis publicaciones se hicieron más espaciadas hasta que finalmente desaparecieron por completo. Y el resto de mi creación igual.

Paralizado. Completamente paralizado. Los incondicionales se preocuparon e intentaron averiguar las causas, hasta que ya no dijeron nada más, pensando quizás que estaba ocupado en cosas más importantes o incluso que su superhéroe había sido producto solamente de un momento determinado, mientras los villanos levantaron sus copas y celebraron la desaparición de Raúl 31. Entretanto, este yacía en el piso de un cuarto oscuro, paralizado por la kryptonita perfeccionista, mientras veía por la ventana sin poder hacer nada cómo la sociedad se las agenciaba para arreglárselas sin alguien que se atreviera a poner pasajes de su vida al descubierto para que otros pudieran identificarse con ellos (quizás yo debería escribir “cómics”, no lo hago tan mal).

Qué error. Tantas cosas en este mundo que contar, tantas emociones que explotar, tantas sensaciones que compartir...y uno no lo hace por miedo al estilo que utilizará o porque escribe mal la palabra "cónyuge". Qué tontería. Cuán simples podemos ser los seres humanos. ¿Qué clase de superhéroe es ese que quiere ser perfecto? Que se despierte y se baje de ese comic porque nadie ni nada es perfecto. Y tampoco es necesario: se puede lograr mucho en este mundo haciendo cosas imperfectas. Solo hay que hacerlas: una obra imperfecta vale muchísimo más que miles de obras perfectas que nunca salen de la cabeza. Así que muéstrale tus errores y tu “estupidez” al mundo. Hay mucho que contar y no hay tiempo de detenerse en los detalles. El próximo número de Mersenne es el 127 y eso está muy lejos. El momento es ahora: a los 31.

En la calma de la noche, rodeado de globos en su cuarto, Raúl se dio cuenta que el momento había llegado. Era la hora de recuperar el superpoder de su propia creación denominado “el estúpido escribir” y contar, por ese orden, sus historias y las del mundo que lo rodean, sin importarle si se parecían a las de los demás o no, si eran trasgresoras o no, o si estaban bien escritas o no. Solo escribirlas, releerlas un segundo y lanzarlas al universo para que este aprendiera a lidiar con ellas mientras él sentía que se liberaba un poco de la carga que conlleva el vivir mucho.

Y con este brillante pensamiento, nuestro héroe se fue al closet, sacó su capa, sus botas y su máscara, les sacudió el polvo y se las puso. Se subió a la azotea y contempló la ciudad de noche, justo antes de lanzarse hacia ella en la búsqueda de historias que contar a cualquier hora y en cualquier lugar. Y los incondicionales que lo vieron en la distancia, iluminado por la luna y las luces de los rascacielos, gritaron de felicidad mientras los villanos lanzaron sus vasos contra la pared llenos de rabia. Raúl 31 – mitad superhéroe, mitad estúpido escritor – estaba de vuelta.


miércoles, 10 de julio de 2013

Tras los pasos del Sr. Inaccesible



¿Quién dijo que hacen falta años para que algo se convierta en un referente imprescindible en nuestras vidas? ¿Dónde está escrito que un suceso, un momento, una persona, no puede convertirse en el mejor exponente de algún sentimiento particular tan solo meses o semanas, incluso días u horas, después de haber pasado por nosotros? ¿Dónde dice que tiene que llover mucho, que tenemos que experimentar anécdotas posteriores, que hay que esperar a pensar con más claridad y menos pasión para que algo pueda ser considerado como un clásico, un punto de giro que dividirá nuestras vidas en un antes y un después?

El Sr. Inaccesible. Temporalmente hablando no puede decirse que haya sido hace mucho. Menos de dos años. La mayoría de mis clásicos se remontan a tiempos tan lejanos que incluso me cuesta relacionarlos con un presente en el que soy casi otra persona. Mi profesora de preescolar, el día en que corrí la media maratón, el dolor en el estómago la primera vez que constaté que las personas traicionan duro e inesperadamente… Sin embargo, mi affaire de dos días con Laurent sucedió cuando ya yo era como soy ahora (sea lo que sea que eso quiera decir). Pero - al igual que otros clásicos modernos como el día en que conocí el mundo exterior o aquel otro en que inauguré mi blog - su influencia demostró inmediatamente ser tan poderosa como la de cualquier otra de mis experiencias inmortalizadas con el paso del tiempo.

No es que me haya enamorado de él ni lo esté ahora de su recuerdo – no se trató nunca de eso – pero su fugaz paso por mi vida borró inmediatamente de mi memoria a todos los hombres que había conocido hasta ahí. Y eso es decir mucho. Fue como descubrir lo que hasta entonces solo se había visto en las películas: que en el mundo hay otros tipos de hombres. Hombres muchísimo más intensos, complejos y apasionantes. Hombres de los cuales quizás sea mejor apartarse pero que te enseñan que todo el tiempo que invertiste intentando que las cosas funcionaran con los anteriores - los simples, los que dicen lo obvio, los que quitan más de lo que dan, los imperecederos - fue un tiempo que estaba destinado de antemano a perderse ya que uno nunca fue de esa liga y solo jugaba en ella por desconocer la existencia de otras superiores.

Luego conocí a otros parecidos a él – quizás demasiados – e incluso desarrollé una cierta adicción por este tipo de relaciones rápidas e intensas como descargas eléctricas con hombres que viven al límite, las cuales lo dejan a uno siempre tembloroso y herido pero en las que no se puede evitar el sentir la adrenalina por todos lados. Al final – quiero creer - terminé cansándome de estas también, para encaminar entonces mi búsqueda hacia hombres con un mayor equilibrio entre intensidades que los desbordan y un control necesario para que tales pasiones no los hundan. Algo parecido a lo que me gusta pensar que soy yo.

Pero Laurent, por ser el primero – y quizás el mejor de todos estos “chicos malos” – siguió siendo considerado como algo positivo en mi historial de crecimiento personal y descubrimiento del mundo real. Además, el escribir su historia ayudó muchísimo también a la consolidación y la purificación de su mito. Muchísimas veces hube de dar datos adicionales a aquellos que leían el post y en más de una ocasión me sorprendí leyéndolo yo mismo y recordando con una nostalgia feliz su cuarto en el sauna, su apartamento de ventana inmensa, su bicicleta roja o mis dedos traqueados. Y muchos otros pequeños – mas vitales – detalles que me hacían revivir aquellos dos intensos días de lujuria.

Dos semanas después de estos hechos regresé a Cuba sin idea de volver alguna vez a Montreal, así que esta historia fue convenientemente archivada en mi memoria como recuerdo de un mundo fabuloso, peligroso y distante. Cierto: alguna vez me pregunté qué habría sido de él, o si se acordaría de mí de alguna forma, pero fuera de conjeturar no había mucho que hacer. Tampoco es que tuviera necesidad de hacer nada: era una historia con un final cerrado y más datos quizás la hubiesen arruinado.  Por más de una razón, es mejor dejar a los clásicos en el recuerdo… Sin embargo, como muchos habrán notado, un año después de todo esto regresé inesperadamente a la misma ciudad y ya llevo otro aquí, por lo cual la pregunta – tanto para ustedes como para mí – se volvió mucho más obvia e imposible de ignorar: ¿qué se hizo del Sr. Inaccesible?

Entrando a Montreal por el puente Jacques Cartier en julio del pasado año, una de las primeras cosas que me vinieron a la cabeza al mirar la ciudad desde la distancia fue si me encontraría de nuevo con Laurent. Por un lado, ninguna ciudad es lo suficientemente grande como para que dos personas que han tenido un pasado común - corto o largo - no se reencuentren, mucho menos dos personas con estilos de vida con ciertas características en común. Pero por otro lado no debemos olvidar que Laurent no es de Quebec, sino francés, y sus visas expiran al igual que las nuestras. Algunos trabajan aquí pero no creo que un permiso de trabajo para ser escort haya sido concedido alguna vez. De ahí que una opción real fuera que Laurent ya no estuviera en Montreal, sino drogándose en alguna sauna oscura de su natal Toulouse, o de París, o de cualquier otra región del mundo.

Al entrar unos días después al sauna estaba con el corazón en la boca. En cada espalda de hombre de pelo negro creía ver su espalda, en cada voz con acento de Francia que escuchaba en la distancia creía reconocer su voz, en cada hombre que me besaba el cuello por detrás creía que se trataba de su aliento y su desfachatez. Pero las espaldas se viraban para revelar otras caras de pelos negros, las voces se materializaban para enseñarme a otros franceses y al voltearme me encontraba con los alientos y la desfachatez de hombres completamente diferentes. No lo vi esa noche. Ni la segunda, ni la tercera…ni nunca. El sauna dejó de ser su sinónimo y mi corazón regresó a su posición normal.

No sé qué sentí – no lo recuerdo – cuando alrededor de un mes más tarde me convencí de que Laurent no estaba en Montreal. La ciudad no olía como a que pudiera encontrarme con él. Esas cosas las nota todo aquel que dedique un segundo a conocer el mundo que lo rodea. Y Montreal no olía al peligro de encontrarme con Laurent. Quizás me puse triste porque de cierta manera quería verlo y saber de él. Quizás nostálgico de constatar cómo me encontraba a muchos de los actores y lugares de ese día – el rubito de gorra y cara de malo, los 1000 gramos, el Second Cup – y no al verdadero protagonista. Quizás alivio al saber que no lo vería acostándose con todos o drogándose en cada esquina y ver así cómo mi mito se convertía en una triste persona real. No recuerdo qué sentí. Pero sí me convencí de que no lo vería nunca más.

Sin embargo, ya con esta certidumbre completamente establecida, tuve la oportunidad de agregar nuevos datos al expediente del Sr. Inaccesible gracias, precisamente, a otros de los actores secundarios de ese día. Mario, a quien nunca mencioné en el post original por razones de espacio, era uno de los hombres que conocí junto a Laurent aquella vez. Un hombre de casi 50 años - con un cuerpo espectacular evidencia de su pasado de playboy – y con el cual tuve una desavenencia esa noche ya que él consideró que yo tenía demasiado vello púbico y “sugirió” que me afeitara, a lo cual yo “sugerí” que los hombres con los miembros viriles de mi tamaño hacían lo que les daba la gana. Mi arrogancia obviamente lo molestó y “sugirió” entonces que habría algunos hombres allí con los cuales no podría acostarme por grande que fuera el miembro viril (haciendo alusión obviamente a él mismo), a lo que “sugerí” sonriendo que “eso no era precisamente una pérdida para mí”. Laurent decidió intervenir y me sacó de allí antes de que nuestras sugerencias se transformaran en una pelea mayor.

Un año después y ni un pelo de menos, era vacilado en las duchas del sauna por Mario. Primero lo ignoré olímpicamente pero luego recordé que un escorpión siempre tiene tiempo para una pequeña venganza. Después de que lo hice caerme atrás por todo el lugar acepté la invitación de ir a su cuarto. Tres horas después, en las que lo único que nos faltó fue jurarnos amor eterno, le recordé, como quien no quiere las cosas, nuestra historia de un año atrás. Justo en el momento preciso para demostrar que yo – más tarde o más temprano – siempre hago lo que me da la gana. Él rió de lo lindo y yo también, lo cual consolidó nuestra amistad sexual. Desde entonces, nos veíamos casi todos los sábados en el mismo lugar y nos dedicábamos algunas horas el uno al otro.

Entonces una noche, haciendo alusión a nuestro encuentro original, él mismo sacó el tema. “Claro que me acuerdo de todo aquello. Pero no recuerdo por qué estábamos en el mismo cuarto”. Yo hubiera podido decir que no me acordaba tampoco pero si la vida me daba la oportunidad de hablar de Laurent con alguien, quizás debía aprovecharla. “Yo estaba con un amigo mío que te conocía de antes…Un francés”. Mario buscó en su memoria con cara del que sabe que no encontrará lo que busca. Pero de pronto, inesperadamente, cayó. “Sí, sí, sí, ya me acuerdo. El bonito”. “Ese mismo”, dije yo, como si jamás me hubiese acordado de Laurent antes de ese momento. “Laurent”, dije. “¡Laurent!”, dijo. “El escort, ¿no es cierto?”, agregó, no solo para asegurarse de que se trataba de la misma persona, sino más que nada para ver si yo lo sabía. Asentí con la cabeza. “¿Lo has visto de nuevo?”, pregunté con el mismo interés de quien pregunta si mañana lloverá. Algo de curiosidad pero nunca demasiada.

“Ahora que lo pienso, no lo he visto en un tiempo”, dijo. “Seguro regresó a Francia”, dije yo, exponiendo mi largamente reflexionada teoría. “No, no: él anda por ahí”, replicó. “¿Cómo lo sabes?”. “Pues no sé, siempre anda por ahí.”. “Pues por eso mismo: yo llevo dos meses aquí y no lo he visto. Y la gente no cambia de un día para otro sus habitudes”. Por “la gente” quería decir “especialmente los drogadictos adictos al sexo” pero como Mario comparte algunas de estas características también no fui tan específico. Él pareció convencerse con esta idea y puso cara de “Sí, quizás: ¿por qué no?”

“Si lo vuelves a ver, ten cuidado con él: roba”, dijo de pronto. Bombazo. “¿Disculpa?”, dije yo, en un tono que traicionó en algo que el tema no me era tan indiferente como quería hacer ver. “Unos amigos míos lo invitaron a su casa y cuando se fue habían desaparecido los antidepresivos”. Bombazo. No sé qué me dolió más: si saber que robaba o que robaba antidepresivos. Era el colmo de la decadencia. El colmo del descontrol. El colmo de todo.

Me deprimí en un segundo. Cerré los ojos y lo vi en alguna parte de Europa acabando con su vida. En una espiral de decadencia sin retorno en la que siempre estuvo destinado a estar pero que yo preferí no ver y recordar solamente los días en que lo conocí. Este recordatorio de lo que podría pasarle a su vida de excesos fue demasiado para mí. Mi clásico, mi Sr. Inaccesible, mi Laurent…robando antidepresivos. Sentí la necesidad de saber de él, de verlo, de hacer algo, pero al mismo tiempo nunca me sentí más lejos de él.

“Quizás no fue él”, dije, con una voz tan triste que traicionó completamente mi estilo de indiferencia anterior. Como si fuese un niño al que le dicen que su hermano - quien siempre fue su héroe, - mata gente, y él no puede decir otra cosa que “quizás no fue él”. Mario me miró serio y se dio cuenta. Entonces dijo lo que todos los hombres grandes deben decirle a los niños en casos como estos: “Sí: quizás no fue él”. Esa noche dejé que sacara su máquina de afeitar e hiciera todo lo que quisiera conmigo.

Mi segunda conversación informativa sobre Laurent fue poco después y en el mismo lugar, pero en condiciones completamente diferentes. Acababa de regresar yo de mi fatídico primer viaje a Toronto y me encontraba en una crisis de proporciones épicas. El sauna y hombres como estos comenzaban a hacerme muchísimo daño pero sin embargo iba cada vez más a menudo. Me deprimía cada segundo más al verme en aquel decadente estado y, aunque nunca llegó a ser un problema serio, las drogas no ayudaban. En estas condiciones me encontré entonces con el mexicano. El mismo con el que también había estado aquella vez y con el cual había visto a Laurent viendo videos en su cuarto, lo cual había provocado mi molestia. El mismo del que me hizo un comentario luego para incomodarme cuando yo hablaba del rubito de cara de malo. El mexicano: mi enemigo.

Pues bien: otra venganza. Luego de una buena sesión en la que eliminé mediante el sexo todo trazo de rivalidad con él y con el pasado me lancé en la cama y le espeté sin ceremonias: “ya nosotros nos conocíamos”. Él me dijo: “Sí, tu cara me suena”. “Nosotros nos vimos hace un año. Un francés nos presentó. Laurent”. Yo estaba drogado, alterado y molesto por toda mi crisis del momento y no tenía ninguna intención de ser sutil. “Es escort, adicto al sexo, drogadicto, tiene problemas con el compromiso y roba antidepresivos” iba a agregar previendo un “no me acuerdo de quién hablas”, pero con la primera fase el mexicano cayó. “Claro que me acuerdo”, dijo. “Ustedes tenían algo. Recuerdo que él estaba preocupado porque pensaba que tú te habías molestado cuando nos viste”. Vaya, aún en mi enfado aquello me cayó bien: me gustó oír lo que decía de mí el Sr. Inaccesible cuando yo no estaba. “No teníamos nada: solo singábamos”, dije déspota. “Nada del otro mundo”.

“Lo vi hace un rato”, dijo de pronto. Bombazo. “¿Ah?”, dije yo, en lo que fue más un sonido gutural que una interjección. “Antes de entrar aquí. Justo allá afuera”. Yo me levanté de la cama en un segundo y lo miré fijo. “¿Está en Montreal?”, pregunté en un tono algo agresivo que parecía que pedía explicaciones en vez de preguntar normalmente. “Pues claro, lo acabo de ver.” “¿Estás seguro que hablamos de la misma persona?” “Sí: el francés bonito que era escort”. “¿Era?” “Bueno, creo que ya no lo es: se casó”. Bombazo. Bombazo grande. Ni siquiera pregunté con palabras, solo lo miré con cara de horror. ¿Qué? ¿Casado? ¿Con quién? ¿Cómo?

Obviamente mi rostro trasmitía todo eso a la perfección porque el mexicano dio respuesta a todas mis preguntas. “Se casó con un quebeco. Para obtener la residencia, imagino. Pero el muchacho no lo deja ni moverse. Por eso nunca viene al sauna”. Dios, eso explicaba tantas cosas. “Ahora mismo estaban juntos. Un muchacho muy lindo también.” Intenté ignorar ese comentario porque ya tenía bastante información como para volverme loco. “Yo a veces lo veo, pero siempre muy escondido. Seguimos cogiendo”. Otra información que decidí ignorar y sacar de mi sistema. “Ya no consume”, dijo. Las bombas seguían cayendo como en un ataque nuclear. ¿De quién hablaba este mexicano? ¿Me estaba tomando el pelo? Me parecía que estaba en un sueño en el que solo se decían cosas inconcebibles, cada una más rara y descabellada que la anterior.

“¿Disculpa?”, logré articular. “Pues sí”, me dijo con cara pensativa. “Yo le ofrezco y no consume. Dice que lleva ya varios meses limpio”. No había ninguna razón para que el mexicano me mintiera y muchas menos para que Laurent le mintiera al mexicano, así que tuve que sentarme y admitir que todo aquel sueño de incongruencias era real. “Entonces, ¿uno puede salirse de la droga?”, dije, mirando a la pared, como si hablara conmigo mismo. “Aparentemente sí”, dijo el mexicano mientras se llevaba su pipa de cristal a la boca.

Si esa noticia hubiese llegado a mí al inicio de mi retorno a Montreal, aunque me hubiese sorprendido enormemente, probablemente me la hubiese tomado como algo positivo. Pero en mi condición del momento aquello fue como una entrada a golpes. Ahí estaba yo: drogado perdido en lugares oscuros y singando como un demente mientras el Sr. Inaccesible – el cual se había sentido responsable por introducirme a la droga y quien me había dicho en su última frase “no quiero que seas como yo” - estaba limpio, ya no era escort y estaba casado con un muchacho lindo que lo había hecho residente canadiense. ¿Qué clase de mundo es este? ¡A él le tocaba estar robando antidepresivos! Este final feliz llegaba en muy mal momento para mí.

El camino a casa fue traumático. Eran las 7 de la mañana y no había un alma en las calles. Un hombre que tomé por un mendigo me tocó el hombro en la parada y me señaló un cartel que decía que en alguna parte de la ciudad era el maratón de Montreal por lo cual no había transporte, así que tuve que caminar. Me sentía como mierda y tenía frío de drogata. Pero iba con una idea fija en la cabeza. Al llegar me di un buen baño, me acosté y me desperté cuatro horas después. Todavía me sentía mal, creo que hasta peor, pero me había propuesto hacer algo bien temprano ese mismo domingo: arreglar mi vida. Y para eso me hacía falta hablar con alguien primero. Con alguien que me comprendería. Busqué en mi maleta el cartoncito con su número de teléfono. Nunca había pensado llamarlo de nuevo pero conservaba el cartoncito porque tenía su verdadero nombre escrito de su propia mano. Me lo había llevado al irme a Cuba y me lo traje de la misma forma cuando me vine a Canadá. Era mi único recuerdo tangible del Sr. Inaccesible. Pues bien, había llegado el momento de que cumpliera con una misión que iba más allá del recuerdo.

Tenía un discurso preparado en caso de que me saliera él, otro por si salía el esposo – nunca se sabe: el muchacho supuestamente era muy celoso – y también estaba preparado para que me dijeran que ese número no existía ya. Una vez más, la vida se las agenció para sorprenderme al responder una mujer automática diciendo algo que no entendí para nada y que terminaba exhortándome a que dejara un mensaje. ¿Qué era aquello? ¿Su mensajería vocal? ¿Por qué no era como las de los demás? ¿Este era su teléfono? ¿No se supone que los escorts lo cambien cuando se casan? ¿Había marcado bien? ¿Por qué nada podía ser normal con este hombre? Con todas estas preguntas corriendo por mi mente, sonó el pitico, el que de por sí siempre me pone algo nervioso. “Ah…eh…sí…hola…hola…Laurent…te habla Raúl…nosotros nos conocimos el año pasado cuando yo vivía en Montreal…yo soy cubano… (silencio aún más largo)…Escucha, si recibes este mensaje, llámame a este número. Estoy de vuelta en Montreal y me gustaría saludarte. Espero que estés bien. Un saludo.”

Si bien al final logré ser más coherente no pude evitar darme cuenta de lo poco que tenía que decirle al Sr. Inaccesible. No me sentía con el derecho de confesarle que él leía mi mente, que yo había escrito un post de 18 páginas sobre él o que lo llamaba “el Sr. Inaccesible”. Solo pude decir que era cubano a ver si me reconocía por ahí. Me sentí como el Sr. Invisible… Nunca llamó. Esperé casi todo ese día, entre dormido y despierto, con el teléfono al lado, pero nada. Supongo que era lógico. En caso de que fuera él y lo hubiese oído, mi mensaje sonaba idéntico al de un antiguo cliente. O quizás nunca lo oyó. O no quiso responder. Una vez más, conjeturar era lo único que podía hacer.

Pero el Sr. Invisible nunca ha sido tan dependiente como podría pensarse al leer los últimos párrafos. Así que al día siguiente comencé a enderezar mi vida yo solito. Me puse a contar cuántos días podía estar sin ir al sauna (más de un mes), no probé ni el más nimio de los estupefacientes en más de dos y me di sesiones de autopsicoterapia intensiva en mi closet varias veces al día. Y, por supuesto, todo mejoró. Un día me di cuenta que me sentía bien, que pensaba más en mis planes que en mis traumas, que antiguas imágenes o referencias no me desestabilizaban ya y que estaba listo para comerme al mundo de nuevo. Fase de recuperación: cumplida.

En medio de esta fase boté el cartoncito con su teléfono. Era el día de “Bota todo lo que te recuerde lo que no quieres llevarte a la próxima fase”. No lo rompí en mil pedazos mientras lloraba, cual mujer que rompe la foto de su ex-esposo que la dejó por la rubia secretaria. Para nada. Fue todo muy pacífico. Lo miré, le agradecí por haber sido mi recuerdo por un buen tiempo, le guiñé un ojo, lo rompí en dos y lo puse despacito en la caja del reciclaje. El Sr. Invisible le decía adiós al Sr. Inaccesible.

En un año, nunca más he sabido de él, ni directa ni indirectamente. No volví a preguntar por él – tampoco he visto más a nadie que pudiera conocerlo – ni me lo he encontrado nunca en la calle. Nunca confirmé si anda por Europa robando antidepresivos o está a cinco cuadras de mi casa viviendo una vida perfecta con su bello esposo. Pero dejó de importarme. Cuando pienso en él, casi siempre porque tengo que hablarle a alguien que haya leído el post original y me pregunta, lo hago con el corazón frío, como si se tratara de una obra de ficción lejana y distante. Sin pasión. También sin rencor; después de todo, es un clásico. Lo que más alejado ahora de mi vida presente. Ocupando su lugar entre los antiguos clásicos, junto a mi profesora de prescolar o el día en que corrí la media maratón.

Pero la vida siempre puede sorprenderte. No hace mucho caminaba de regreso a mi casa lleno de vegetales que había comprado en la calle Mont Royal ni sé con cual propósito porque yo no como eso, cuando decidí, aprovechando que ya estamos en verano y que el caminar por el barrio es todo un lujo, cambiar de cuadras para ver cosas nuevas. Y así, en medio de mi experimentación en pleno Plateau Mont Royal, mientras veía las casas y los árboles, me encontré frente a frente con su casa. Bombazo.

Por supuesto que siempre supe que su casa – y digo “su casa” pero sé que es el edificio donde vivía y solo eso – era cerca de la mía. Nunca me puse a pensar mucho en eso porque lo asociaba más con el sauna, pero si me hubieran preguntado, claro que sabía que era por ahí. Está a solo tres cuadras de mi piscina, de hecho. Al norte del parque y yo vivo al este. Pero nunca pensé que su casa podía significar algo para mí: estaba convencido de que, estuviera o no en Montreal, ya no vivía ahí. Pero al pararme frente a esta - la cual nunca hubiera pensado que reconocería y sin embargo lo hice en un segundo – me di cuenta que sí significaba algo para mí.

No supe qué pensar. No supe qué intentar pensar. ¿Qué se piensa cuando uno está lleno de vegetales y se encuentra de pronto con uno de los escenarios poderosos de su pasado? El día era hermoso, como hermoso era el día en que me fui de ahí por última vez. Pensé en seguir caminando pero luego me di cuenta que se erigía detenerme. Otra cosa hubiese sido un error. Entré a donde estaban los timbres, a una especie de recibidor interno bastante grande y recordé aquella noche en que tocaba y tocaba y nadie me abría. Dios, ahí estaba de nuevo. Ni idea de qué timbre tocar, pero no iba a tocar ningún timbre de todas formas. Me senté en un murito y los flashazos de aquella noche no paraban de venir a mi mente.

De pronto un hombre entró, me saludó con la cabeza, abrió la segunda puerta que ya daba al interior del edificio y la sostuvo con la mano para que yo entrara. Obviamente ese muchacho lleno de vegetales no era un ladrón. Yo pensé decir que no quería entrar, pero por miedo a que eso sonara más raro (¿qué haces sentado al lado de los timbres si no quieres entrar?), sonreí y corrí para entrar.

El hombre se desapareció y yo me quedé sin la menor idea de para dónde coger o qué hacer. Irme, supongo. Pero no soy esa clase de ser humano que renuncia a la adrenalina. Nunca lo seré. Eso sí: ni idea de dónde estaba su apartamento. ¿Para arriba? ¿Ahí mismo? Recuerdo que bajamos al sótano para ayudar a los vecinos a mover unos muebles pero no recuerdo mucho más. Caminé un poco a ver si algo me sonaba. Y la originalidad del edificio me ayudó. Ningún paso de escalera era igual ni la posición de los apartamentos tampoco, así que me dejé llevar por escaleras laterales, puertas raras y llegué a uno que en cuanto lo vi supe que era su apartamento. No muy lejos de la puerta de entrada. Todo encajaba. Regresé sobre mis pasos y recorrí todo de nuevo, eliminando todas las otras opciones. Oliendo la energía y desechando todo aquello que mi mente no reconocía. Y volví a caer frente al mismo apartamento. No había dudas: era ese.

No me podía creer que estaba ahí. Siempre me pregunté qué sentiría el personaje de “Los Pasos Perdidos” si alguna vez volvía a encontrar la triple incisión en V frente al Amazonas. Pues debía ser algo como esto y solo el propio Carpentier tiene derecho a definirlo. Pegué el oído a la puerta. No oía nada. Toqué. ¿Estaba loco? ¿Por qué tocaste? ¡Tenías que idear un plan antes! ¿Y si abría Laurent? ¿Y si abría el esposo? ¿Qué iba a decir? ¿Y si abría uno y el otro estaba detrás y se quedaba mirando a la puerta a ver quién era? ¿Podía yo aguantar ese par de miradas inquisidoras que todo dueño de casa pone a aquel que toca a su puerta? Le pedí a mi mente que no pensara en las opciones y que me diera la capacidad de reacción necesaria para responder a lo que fuera que me esperaba del otro lado.

La puerta se abrió y dejó ver a una muchacha rubia. Agréguenlo a la lista de cosas inesperadas. Ella puso cara amigable de “¿Eres un vecino que viene a preguntar algo?” que supongo que era mejor que la de “No compramos nada y ¿cómo pasaste la puerta de entrada al edificio, testigo de Jehová?”. Yo sonreí con todos mis dientes y aguanté mis dos jabas de vegetales para parecer la cosa menos peligrosa del mundo. “Oh, hola”, salió de mi boca de actor. “Disculpe que la moleste. Yo solía venir hace un par de años a este apartamento porque un amigo francés vivía aquí. Hace un mes regresé a Montreal y como no tengo el teléfono me dije hoy que pasé por aquí “¿Laurent todavía vivirá aquí?”. No iba a entrar pero un hombre abrió la puerta en ese momento y me dije: “Ah, deja ver si todavía vive ahí. No pierdo nada”. Pero bueno, parece que ya no vive aquí, jeje”. Bien: un buen cuento. Y si quitamos un par de mentirillas, era más o menos la historia real.

Cuando ella iba a contestar algo, una niñita que no tendría mucho más de un año pero que ya podía caminar, se paró al lado de la muchacha y empezó a reír con una risa adulta mientras se aguantaba una mano con la otra como una anciana a la que alguien le hubiese hecho un chiste muy bueno hacía unos días y ella ahora se reía sola del mismo. Risa de adulto. Adorable. Supongo que un hombre con bigote, sombrero y una jaba en cada mano era el equivalente de payaso. Además, los niños y yo tenemos una relación especial de la que hablaré en otro momento. No pude hacer otra cosa que reírme yo también. Y la muchacha igual. La cargó y yo le hice una monería a lo Jim Carrey, lo cual provocó que la niña riera aún más desesperadamente, ahora sí como una niñita chiquita. La muchacha me sonrió. Bien: si te ganas al niño de la casa, te ganas a todo el mundo en ella.

“Pues no sé”, me dijo ella. “Yo vivo aquí hace casi un año ya y francamente nunca pregunté quién vivía antes aquí”. “Sí, la gente se muda mucho y luego uno pierde los rastros”, dije con una sonrisa de oreja a oreja pero así y todo sonó triste. Sonó triste porque estaba triste. Era un payaso triste. Ella me miró sin saber qué decir. “¿Era un amigo muy íntimo?”, preguntó. Yo hice un gesto con los hombros que era mezcla de “sí” con “no” con “quizás” con “las cosas en la vida no hay que definirlas tanto”. Ella entendió. La niña también porque se quedó seria y me miró tranquilamente. “Bueno, pues muchas gracias y disculpe por haberla molestado”, dije. “Supongo que podemos preguntarle al casero, ¿no?”, dijo ella, ignorando mi despedida.

Yo no supe qué decir. Creo que quería irme ya para poder sentirme triste sin estar fingiendo. De todas formas, ya yo sabía lo que el casero me iba a decir. Pero hubiese parecido raro decir que no, así que acepté. Ella salió al pasillo con la niña cargada, cerró la puerta y me indicó que la siguiera. Subimos un piso, tocamos la puerta y la muchacha hizo todo el trabajo por mí. Yo puse mi mejor cara de turista noruego mientras ella le explicaba al casero y la niña intentaba coger mis gafas. El hombre se puso a pensar y me dijo directamente a mí: “Sí, sí, tuvimos un francés hace como dos años. No estuvo mucho. Unos meses. No tengo permitido decir a dónde se mudan, pero de todas formas él nunca me dijo. Un muchacho muy agradable”. Yo sonreí de oreja a oreja pero me estaba deprimiendo cada vez más. No porque me dijeran que no sabían de él, sino porque cada vez lo recordaba más y más. Le dimos las gracias, y bajé con la muchacha y la niña de nuevo hasta la puerta de su apartamento.

Mientras me despedía de nuevo la muchacha abrió la puerta, soltó a la niña, la cual fue corriendo como loca a traerme sus muñecas. Yo le hice monerías y la muchacha me preguntó si quería agua o algo de tomar. Yo la miré, visiblemente afectado, y  fui brutalmente honesto: “Tengo miedo de entrar ahí”. Ella me puso cara de “vamos, entra, puede ser útil”. La miré con cara de quien se deja convencer. Y entré.

Me quedé en el umbral, pero el apartamento era lo suficientemente pequeño como para que pudiera verlo todo desde ahí. Si bien había cosas cambiadas era, sin duda alguna, el mismo apartamento. El apartamento del Sr. Inaccesible. Quizás Laurent viva en otra parte, pero este apartamento es el del Sr. Inaccesible. Del mío. La ventana inmensa que daba al patio interior, la cocina, el guardarropa y el baño, casi justo a mi lado. Todo estaba ahí.

Todo vino a mi cabeza. Cuando entramos todo empapados, cuando se durmió encima de mí y tuve que tirarlo porque pesaba mucho, cuando me dio aquella ropa infame, cuando bromeó de que era una hora y era otra, cuando me abrió dormido y sonriendo a la misma vez, cuando puso las velas y la canción, cuando retozamos en la oscuridad hasta quedarnos dormidos, cuando nos dimos ese último abrazo en el que nos consolidamos como dos viejos – no adultos, sino viejos - que no se dicen nada porque saben que las cosas no cambian solo porque se digan. Y ahí estaba yo ahora, a un metro de donde nos dimos ese abrazo en el cual tanto he pensado después. No sé cómo pude identificarlo solo con el sauna, con las drogas y con el resto de los “chicos malos”. El Sr. Inaccesible siempre fue esto para mí. Fue por eso que se hizo un clásico.

“No recuerdo su cara”, dije. “De tanto pensar en él, he olvidado cómo es su cara. Solo distingo rasgos generales. Supongo que si algún día lo veo sé que será él. Pero actualmente no pudiera hacer un dibujo de él aunque supiera dibujar”. La muchacha asintió con la cabeza. La niña, como si entendiera todo, no solo las palabras sino además los sentimientos, me miró seria con su muñeca en la mano.

Me sentía bien. Visiblemente emocionado – no llorando – pero bien. Me sentía vivo. Como si la profesora de preescolar me reconociera y me dijera: “Pero claro que me acuerdo de ti, Raulín. ¿Qué ha sido de ti todos estos años?”. Cuán poderoso puede ser el reencuentro con los clásicos. Hay que vivirlo para entenderlo. Hay que ser Carpentier para definirlo. “Muchas gracias”, le dije a la muchacha. Ella sonrió y asintió con la cabeza. Le hice una monería a la niña y le dije adiós exageradamente, a lo cual ella respondió con la misma intensidad. Les sonreí y salí.

Una vez fuera, con mis vegetales en cada mano, creí ver la bicicleta roja pegada a la cerca, creí sentirme como me traqueaban los dedos, creí verlo irse montado con su linda camisa mientras yo miraba justo hacia el otro lado para poder dejarlo ir - ¿lo dejé ir alguna vez? -, caminé hacia el mismo lado en que lloré aquella vez por media cuadra y aunque no lloré ahora no me sentí menos vivo por eso. El día era hermoso, como hermoso era el día en que pasé por ahí por última vez. Allí estaba, casi literalmente tras los pasos del Sr. Inaccesible. Y fue como si el tiempo no hubiera pasado. Sí: recordar sí es volver a vivir.

Al llegar a la calle Mont Royal, justo en la dirección contraria a mi casa, entré al Second Cup, al cual nunca más había entrado, me senté en las butacas donde nos caímos a preguntas honestas sin mirarnos, saqué mi computadora de la mochila y, al igual que dos años atrás, comencé a escribir esta historia. Después de todo, ¿quién dijo que uno no puede volver sobre los pasos perdidos una y otra vez? ¿Dónde está escrito que la búsqueda de los clásicos no puede ser considerada ella también como un clásico? ¿Dónde dice que hay que esperar a pensar con más claridad y menos pasión para contar las historias que surgen y los sentimientos que se producen cuando uno se lanza tras los pasos del Sr. Inaccesible?

El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (1ra parte) 
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (2da parte) 


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